Irán huele a leyenda, a recuerdos gloriosos de tiempos pasados impregnados por la huella que ha dejado la emocionante historia en el país. Irán posee innumerables testimonios para la memoria del mundo, y sin embargo hay algo que trasciende por encima de esas valiosas riquezas. Eso es la gente de este país, su calidez y hospitalidad son la esencia de un valor que lo engrandece.
Cuando solicité el visado en la embajada me lo negaron, en aquel momento sólo lo daban para viajes organizados en grupo. No me quedó otro remedio que comprar uno de esos viajes, aunque a la agencia de viajes le puse una condición: tenían que conseguirme el visado para un mes.
La primera parte del viaje la hice con un grupo trece personas conducidos por un guía, quien además de instruirnos sobre los lugares que íbamos a visitar, tenía la misión de controlar nuestras actitudes y observar que cumplíamos con las reglas impuestas por el gobierno.
Teherán era la capital y la ciudad más grande del país, pero salvo el palacio de Naviarán, el Museo Nacional y alguna mezquita, había poco interesante que ver. Después de dedicarle un día partimos en ruta al día siguiente hacia el sur, la parte más árida y desértica, pero la más fascinante. Disponíamos de un autobús grande para hacer todo el recorrido. Empezamos por Qom, ciudad sagrada. Visitamos el mausoleo de Fátima, un lugar de peregrinación para los musulmanes chiíes, la ciudad estaba llena de ellos, además estudiantes chiítas de todo el mundo musulmán llegaban para formarse en sus madrazas Qom también era la ciudad de los mulás, sacerdotes islámicos versados en el Corán, quienes dirigidos por los ayatolás ejercían el poder en el país.
Kashan fue la siguiente ciudad, la recuerdo especialmente por dos cosas, la artesanía en cerámica y textil, y porque allí conocí a mi amiga Shideh, que viajaba en compañía de otras compañeras de universidad y con quien volví a encontrarme en Teherán terminada la primera parte del viaje. Kashan es una ciudad que forma parte de la ruta de la seda, encajada entre las montañas y el desierto, viviendo el contraste de la aridez del terreno con las manchas verdes de vegetación que proporcionan los cultivos, jardines y parques, quienes sobreviven gracias a los acuíferos que proporcionan las montañas cercanas. El Jardín Fin, sin ir más lejos, está considerado Patrimonio de la Humanidad. La mezquita de Agha Bozorg es una de las más bellas del país, a eso se suman unas cuantas cosas más con interés, como su bazar o sus tradicionales casas de adobe.
Isfahán fue la siguiente ciudad en la ruta, para mí la más interesante de Irán. Hubo una época en que Isfahán fue la capital de Persia, donde por sí misma es capaz de trasladar al viajero a un pasado cargado de fantasía, donde las especias y olores frutales aromatizan el aire, donde jardines, parques y fuentes refrescan los viejos palacios y caravanserais, edificios que en la antigüedad albergaban un patio central y diversas dependencias para acoger a los caballos, camellos y mercancías, junto a los caravaneros que comerciaban con dichas mercancías.
Isfahán es la ciudad histórica mejor conservada y monumental de Irán, la gran plaza de Naghsh-e Jahan es un monumento en sí misma, palacios y mezquitas escoltan los pórticos de la plaza, un auténtico teatro de variedades urbanas. Junto a ella está el Gran Bazar, donde Marco Polo debió visitar sus infinitas callejuelas en las que se vende de todo, especialmente las cosas genuinas, tradicionales y artesanales iraníes, donde puede verse a sus artesanos trabajando en sus talleres de cara a la gente reproduciendo una histórica forma de vida. Rodeando la plaza se encuentran expuestos los monumentos más destacables de la ciudad, como el Palacio de Alí Capu, el Palacio de Hasht Behesht, el palacio de Chebel Sotun, la mezquita de Sheikh Lotfollah, la mezquita de Loban, Catedral de Vank o la mezquita del Viernes, la más imponente, con los azulejos más bonitos del país. Toda la plaza en su conjunto es Patrimonio de la Humanidad.
Isfahán atesora otras muchas maravillas, como los dos antiguos puentes sobre el río, lugar que suele ser de encuentro y asueto de la gente, donde sobre todo al atardecer se congregaba allí para pasear. Quizá lo más singular que vi fue el “minarete oscilante”, una mezquita en apariencia corriente a las afueras de Isfahán que tenía a ambos lados dos minaretes de ladrillo altos y circulares como la chimenea de una fábrica. Se podía acceder a ellos por una estrecha escalera de caracol, pero sólo una persona cada vez. Decían que subido a lo alto si uno empujaba con fuerza la pared del minarete, el minarete oscilaba, pero no el que uno empujaba, sino el del lado opuesto. Me apunté el primero para probarlo.
La escalera de caracol se retorcía en espiral entre dos pareces excesivamente estrechas, no aptas para personas con sobrepeso. El ascenso fue angustioso. En la ascensión me quedé atascado, sin poder subir ni bajar, sintiendo que me faltaba el aire. Llevaba una pequeña mochila a la espalda y eso tuvo parte de la culpa de quedarme encajonado. A duras penas conseguí llegar arriba. En lo alto había dos ventanas, me agarré allí, tiré y empujé. El minarete permanecía inamovible, pero desde abajo escuché a los demás que exclamaban: ¡sí, se mueve, se mueve! Era cierto, yo empujaba un minarete y oscilaba el minarete del otro lado, ¿cómo podía ser eso? Ingenieros iraníes los habían hecho basculantes allá por el año 1300 para que la estructura de ladrillo oscilara por tramos de madera y así amortiguar el peligro de los terremotos.
El descenso no fue menos angustioso y claustrofóbico, si hubiera tenido una cuerda para descolgarme por la ventana habría tomado esa opción.
La siguiente etapa nos llevó hasta Shiraz, denominada la ciudad de los poetas y las flores. Al llegar lo primero que nos encontramos fue la impresionante fortaleza de Arg-e Karin Khan, a partir de aquí desfilaron por nuestros ojos una serie de lugares memorables de extraordinaria belleza, joyas arquitectónicas como la Mezquita Rosa, las mezquitas Nasir-al-Molk, Vakil y Atiq, y espacios emblemáticos como el Parque Eram, Jardines de Afif-Abad y la tumba de Hafez, en memoria a su poeta, sin olvidar el lugar más venerado por locales y visitantes: el mausoleo y mezquita Shah-e-Cherag, uno de los centros de peregrinación más santos y famosos de Irán.
Desde Shiraz nos desplazamos hasta Persépolis, antigua capital del reino persa y origen de su imperio, con mas de 2.500 años de antigüedad, haciéndolo también a Naqsh-e-Rostam, el lugar que alberga las tumbas de reyes persas escavadas sobre una gran pared de roca, las colosales tumbas de los reyes Jerjes, Artajerjes y Darío I, denominado rey de reyes.
La siguiente etapa nos llevó hacia el suroeste, en concreto a la ciudad de Kermán, aunque antes de llegar nos desviamos para ir a la fortaleza de Bam, la mayor edificación de barro moldeado del mundo, construida cinco siglos a. C., destruida casi por completo en un terremoto en el año 2003. Además de la fortaleza, dentro de ella hubo una ciudad que fue habitada hasta no hace mucho.
En ruta a Kermán también visitamos el mausoleo mezquita Shah Nematollah Vallj, que posee una de las cúpulas de azulejos más bonitas del país. Ya más cercano a Kermán y en medio del desierto, visitamos el Jardin Shazdeh, un lugar sorprendente por el lugar donde se encuentra además de por la belleza y armonía de sus jardines. A Kermán llegamos al atardecer, rodeada igualmente de montañas y desierto, y cómo no, al igual que en las demás sus principales atracciones eran el bazar y sus mezquitas, como la Mezquita del Viernes o de Jameh. Otro lugar de considerable interés fue el caravanserai de Ganjali Khan, uno de los más bonitos del país.
Yazd fue la última ciudad del itinerario antes de regresar a Teherán, ubicada también en mitad del desierto. Su parte antigua está construida de adobe y pasear por sus estrechas calles que proporcionan sombra y soledad es la misión más reconfortante, al igual que subirse a una azotea al atardecer para contemplar los tejados de la ciudad donde sobresalen cúpulas y “torres del viento”, construcciones de barro normalmente cuadrangulares que sirven para captar el viento que exista por encima de los edificios y canalizarlo hasta el interior de las casas para poder refrescarlas del ardiente calor. Además de esto, otros atractivos tradicionales se encuentran en la Mezquita Jameh o del Viernes, el bazar, la cárcel de Alejandro, el mausoleo de los doce imanes o el complejo de Amir Chajmagh, que incluía una mezquita, un bazar, un caravanserai, una casa de baños y un estanque de agua. Como curiosidades, me sorprendieron dos cosas, una las aldabas de las casas de la parte antigua, dos por puerta, una redonda y gruesa, otra fina y alargada, una para el uso de hombres y la otra para el uso de mujeres; de esta forma con su sonido se podía identificar si el visitante era hombre o mujer. Y la otra fueron las “torres del silencio”, unas torres con una plataforma superior donde se depositaba a los muertos para ser devorados por los buitres dejando que los restos fueran calcinados por el sol, siendo después pulverizados y lanzados al fondo de la torre, esperando que el agua de las lluvias, bastante escasa, los llevara hasta el mar. Esta tradición funeraria pertenece al “zoroastrismo”, una antigua religión persa, que aún conserva seguidores.
Aquí terminó la primera parte del viaje, donde pude comprobar el fascinante patrimonio histórico que contenían los lugares que conocí. La segunda parte la hice por mi cuenta, después de unos días en Teherán fui al norte, muy diferente de todo lo visto anteriormente.
Había disfrutado y admirado la riqueza histórica y artística de Irán, ahora llegaría mi admiración hacia su gente. Ya en el sur encontramos a muchos iraníes que viajaban en familia o en grupos visitando distintos lugares del país, gente amable y curiosa con nosotros, con quienes compartí momentos, fotos o degustando la comida casera que llevaban con ellos y tomaban en los descansos de sus viajes. Pero fue en el norte donde encontré una hospitalidad arrolladora.
En Teherán tomé un vuelo a Rasht, cerca del mar Caspio, donde me instalé para utilizarla como base de operaciones, desde allí podía desplazarme hasta Tabriz, cerca de la frontera con Azerbayán, o hacer viajes a los lugares más interesantes alrededor para regresar en el día. En esa parte del país podía haber permanecido sin necesidad de pisar un hotel o un restaurante. Las espontáneas invitaciones que recibí se produjeron a diario y de todo tipo, como ejemplo sólo mencionaré algunas.
Una de las primeras fue el día que llegué a Rasth, una ciudad relativamente grande y agradable. Para empezar, el concepto de Irán había cambiado, la gente, sobre todo las mujeres, vestían con ropas de colores, algo inaudito que no había visto antes, y los hombres con ropas normales, estilo europeo de los años setenta. El primer día que fui a comer a un restaurante al ir a pagar el dueño no quiso cobrarme, por gestos, pues ni siquiera hablaba inglés, dijo que me invitaba. Era la primera vez en mi vida que entraba a un restaurante y era invitado por su dueño. Al día siguiente fui a Masuleh, un pueblo pintoresco situado en la ladera de un valle, cuya característica más destacada era que los tejados de las casas servían como calles, de manera que en el pueblo se caminaba por los tejados. Aquí conocí un chico que me invitó a visitar su casa. Además de mostrarme algunas cosas sobre la forma en que se edificaban las casas allí, me presentó a su familia, quienes después me invitaron a comer con ellos, invitación que no pude rechazar.
Otro día fui a Ramsar, en la costa del mar Caspio, una ciudad turística para los iraníes. Los desplazamientos solía hacerlos en taxis colectivos, baratos (la gasolina costaba como 4 pesetas el litro) y rápidos. Después de llegar y dar una vuelta por la ciudad, como aún tenía tiempo hasta la hora de ir a comer, me dirigí a la orilla del mar. En el camino pregunté a un hombre que estaba aparcando su Renault 5 si iba en la buena dirección. Me indicó que siguiera todo recto y llegaría en menos de diez minutos. Antes de despedirnos me invitó a comer en su casa, se lo agradecí pero rehusé la invitación.
En las orillas del Caspio empecé a hacer fotos del extraordinario paisaje que podía contemplar, de frente el mar y a sus espaldas las montañas nevadas. La imagen que me extrañó y no comprendí fueron unos perfiles metálicos oxidados a modo de barras formando una estructura clavada en la arena que se adentraba dentro del mar formando una figura rectangular paralela a la playa. No conseguía imaginar para qué estaba eso allí.
Situado sobre unas rocas observé que venía hacia mí un hombre en bicicleta, cuando lo tuve cerca me di cuenta de que era el hombre del Renault 5 al que antes había preguntado, venía directamente hacia mí. Nos saludamos de nuevo y sin mediar más palabras me dijo en inglés: por favor señor Marco, venga a comer a mi casa. Me dejó sorprendido, había regresado en bici de propio para invitarme de nuevo. La explicación que me dio para convencerme fue que le había hablado a su mujer de nuestro encuentro, ella le había preguntado si me había invitado a comer, él le dijo que sí, pero yo había rechazado la invitación. Entonces su mujer le echó la bronca, diciéndole que no había insistido lo suficiente, mandándolo a continuación en mi busca. Ahora no pude rechazar la invitación, de modo que lo acompañé hasta su casa. Más adelante me enteré de que la costumbre cuando alguien te invitaba a algo era que no debía ser aceptado a la primera, por lo que quien invitaba debía insistir y el invitado no podía aceptar antes de la tercera vez que se repetía la invitación.
La comida fue sentados en el suelo sobre cojines que a su vez estaban sobre una gran alfombra, sobre una mesa baja rectangular había dispuestos distintos platos de comida, intuí que una comida especial en honor al invitado que por casualidad acababan de conocer. Algo que pude comprobar esos días cuando visitaba las casas es que en su interior las mujeres se despojaban de los pañuelos cubriendo la cabeza, mostrando sus ropas normales de estilo europeo, quizá conmigo al ser un europeo no musulmán se tomaban las normas con más laxitud.
Durante la comida me explicaron que el armazón de barras que había visto clavadas en el mar servían para el baño de las mujeres, cuando era verano y la gente iba a la playa se colocaban unas telas a modo de cortinas creando un habitáculo cerrado e invisible para los ojos de los hombres, de forma que las mujeres podían entrar traspasando la cortina, ponerse en ropa de baño y bañarse sin ser observadas.
Mis anfitriones vivían en la parte baja de un duplex, dedicando la parte superior para el alquiler de turistas en verano. Después de comer subimos y me la mostraron, invitándome a quedarme allí los días que deseara. Tuve que rechazar la invitación varias veces, poniendo como excusa que tenía mi hotel en Rasth, a lo que respondían que podía regresar ese día y al siguiente volver a Ramsar para quedarme en su casa.
Otro día tomé un taxi colectivo para ir hasta Astara, 120 kilómetros al norte y también pegada al mar Caspio, esta vez iba allí porque en la guía decía que muy cerca se hallaba un interesante parque nacional. Después de recorrer el parque regresé a la ciudad al mediodía para comer, en la calle pregunté por un restaurante hasta que di con alguien que hablaba inglés, un hombre joven que estuvo pensando donde podía indicarme, para decirme finalmente que podía ir a su casa, donde él se dirigía para comer. Seguí el rito del rechazo inicial y a la tercera vez acepté su invitación. Antes de entrar en su casa avisó a su esposa que llegaba yo y poco después pude entrar. Vivían ellos dos solos, no tenían hijos, y la esposa tuvo que improvisar comida para uno más. Él me comentó que estuvo trabajando en Japón, había regresado hacía unos meses para buscar una esposa, la encontró y se casaron, ahora estaban esperando que ella se quedara embarazada. En su mente estaba regresar a Japón más adelante para volver a trabajar allí.
Sobre las cuatro de la tarde dije que tenía que regresar, mi amigo me dijo que él me llevaba en su coche hasta el lugar donde debía esperar que pasara un transporte, pero una vez de camino cambió de idea, dijo que me iba a llevar él hasta Rasht. Me negué varias veces, había 120 kilómetros de distancia y otros tantos de vuelta, para él más de cuatro horas de viaje, era demasiado. No sirvió de nada mi negativa, tomó la carretera y salimos. Después de llegar le pedí que buscara un café para invitarlo. Fuimos a una especie de cafetería donde tomamos te y algún dulce típico, cuando llamé a la camarera para pagar me fue imposible, mi amigo habló con ella y no aceptó mi dinero, pagó él. Aquello ya era excesivo, pero no pude hacer nada. Al llegar a mi hotel me propuso que cogiera mis cosas, las metiera en la maleta y regresara con él a Astara para quedarme en su casa. Creo que nunca antes había visto semejante hospitalidad.
Lo más sorprendente, sin embargo, me pasó una tarde en Rasht. Había alquilado una bicicleta para recorrer la ciudad, paré en una zona alejada del centro para tomar un té en un local. Yo era el único cliente, al poco entraron dos hombres, uno joven y otro mayor. Me pidieron permiso para sentarse en la mesa en la que estaba yo y tomaron asiento. El joven hablaba inglés y enseguida empezamos a hablar bajo la atenta mirada del hombre mayor. Ellos pidieron té y también otro para mí, con el té llegó un platito de caramelos que debieron pedir ellos. Tal como hablábamos, el joven le iba traduciendo al hombre mayor, explicándome que, aunque los dos iban de paisano, el hombre que lo acompañaba era un coronel del ejército y él era su conductor, estaban de viaje a otra ciudad. El coronel estaba muy interesado en saber cosas de mí, no paraba de preguntar, supongo que por pura curiosidad. Comí, casi obligado, un par de caramelos, como dije que me gustaron el coronel ordenó traer más, pero esta vez un plato grande, él mismo por señas me decía que los guardara en mi mochila, eran para mí. Lo más sorprendente vino después, antes de marcharse para continuar viaje. Sacó un fajo de billetes, los puso sobre la mesa y los empujó hacia mí, haciendo un gesto para que los tomara. Eso me desconcertó. Era la primera vez en mi vida que alguien así por las buenas me ofrecía dinero, y encima un fajo de billetes nuevos atados con una goma. No sé cuántos billetes había allí, pero entonces calculé que al cambio seguro pasaba de los cien dólares. Lo rechacé un poco receloso, no entendía a qué venía esa donación, el chico me dijo que podía cogerlo, el coronel me lo daba para mí. Insistieron varias veces, teniendo que mantenerme firme para no aceptarlo.
Desde los desiertos del sur hasta las montañas nevadas del norte, mi viaje en Irán fue una experiencia extraordinaria. En el sur conocí sus numerosas maravillas, allí realidad y fantasía se fundían con naturalidad en la vida cotidiana, monumentos y lugares de leyenda estimulaban la imaginación para llevarla a tiempos pasados, donde los bazares eran escaparates de la vida y las mezquitas tesoros que deslumbraban con su esplendor. En el norte encontré otro tipo de maravillas que despertaron mi fascinación, allí experimenté lo mejor de esa tierra, la cálida acogida de su gente, que siempre tuvo abiertas las puertas de sus casas, sus brazos y su corazón. El recuerdo de la hospitalidad iraní perdurará en mi memoria al igual que los ecos de antiguas civilizaciones resuenan hoy día en este emblemático país.
Irán, abril de 1997