La incierta salida de Burundi

Viajero
31 de Diciembre de 2022
Lago Tanganika

Una semana después de mi primer intento de coger el barco para hacer la travesía del lago Tanganika, regresé al puerto de Bujumbura con el mismo propósito al regreso de Ntita tras pasar una semana con el doctor Fernando Simón.  Esta vez llegué por la mañana y fui directo al puerto para comprar el pasaje, los pocos camarotes que tenía el barco estaban reservados, de modo que no quedaba otro remedio que viajar y dormir en cubierta, aunque el viaje inicial era hasta la ciudad tanzana de Kigoma con llegada a la mañana siguiente, donde el barco hacía escala un día entero, allí debía comprar el pasaje para el resto de la travesía. Al parecer, como llegábamos el día de Nochevieja, la tripulación tenía festivo todo ese dia, zarpando en la mañana del uno de enero.

Esta vez fui de los primeros en llegar a la terminal.  Me instalé en la sala de espera, amplia y en condiciones inesperadamente aceptables, sentándome en uno de los bancos adosados a la pared y preparándome para el aburrimiento, sin poder dejar de sentir cierta incertidumbre respecto a mi condición en el país, después de permanecer allí sin un visado turístico.

Fueron llegando los pasajeros, entre ellos dos chicas blancas que avivaron mi curiosidad, una rubia y otra morena, altas, elegantemente vestidas y de una extraordinaria belleza, sobre todo la rubia. No encajaban nada allí.  Se sentaron al otro lado justo frente a mí, a sólo unos cinco metros.  Contemplando aquella imagen se despertaron de inmediato mis sentidos perezosos esfumándose al momento mi aburrimiento.

Durante la travesía del lago Tanganika

Ambas llevaban bonitos vestidos estampados, zapatos de tacón y un visible toque de maquillaje.  No usaban mochilas como el resto de los viajeros africanos, sino maletas de ruedas.  Parecían más pasajeras de un aeropuerto para tomar un vuelo  a un destino con playa tropical, que viajeras en las duras condiciones del continente africano con el lamentable estado de calles y carreteras, con autobuses repletos de gente, bultos, olores y suciedad.  La verdad, no me parecía muy apropiado viajar así en África, pensé que deberían ser dos pijas que se habían equivocado de destino. Si hubieran sido mochileras nos habríamos saludado y seguro que nos hubiéramos sentado juntos para conocernos y hablar, éramos los únicos blancos en un lugar remoto de un país lejano, lo normal hubiera sido acercarnos, pero su apariencia me hacía dudar manteniendo la distancia. Por otra parte, eran tan extremadamente guapas y elegantes que eso retraía mi deseo de ir a hablarles, no fueran a pensar que lo hacía con el mero interés de acercarme a unas chicas altamente atractivas.

Me entretuve mirándolas y haciendo conjeturas sobre ellas, centrándome más en la rubia, la mujer más bella que me había encontrado viajando hasta entonces.

A las cuatro abrieron la oficina de la aduana, había que atravesar un largo y estrecho pasillo, con una ventanilla casi al fondo donde se entregaba el pasaporte y se obtenía el sello de salida.  Me puse en la fila que se formó en seguida. La cola avanzaba despacio y con los bultos que llevaba la gente no paraba de obstruirse. A medida que me acercaba pude comprobar que el policía que cogía los documentos era un bestia, cada vez que se hacía un tapón salía fuera él mismo y a base de gritos, insultos y empujones los hacía mover.  Cuando llegó mi turno tomó mi pasaporte y lo revisó, mirándome después con cara de pocos amigos.  Algo iba mal.  Yo le devolví la mirada, firme, pero sin la menor dureza, nada que pudiera interpretar como un desafío, observando el gesto áspero de su rostro y su impecable camisa azul celeste con galones dorados en las hombreras. Tras unos breves y tensos segundos mirándonos, me preguntó dónde estaba el visado.  Se lo mostré señalando con el dedo. Él, manteniendo su mirada de hierro y con evidentes muestras de su mal carácter, respondió que eso no era un visado de turista, sino de tránsito, y estaba caducado.  Me devolvió el pasaporte diciéndome que volviera a la ciudad, pidiese un visado en inmigración y, cuando lo tuviese, regresara de nuevo.  Eso significaba perder el barco y no había otro hasta la semana siguiente.  Me quedé insistiendo para que me dejara pasar, rogándole con los argumentos y excusas que se me ocurrían, pero sólo conseguí aumentar su irritación.  Como no me movía de la ventanilla y la cola estaba parada por mi culpa, salió fuera de su oficina enfurecido, me cogió de un brazo y tiró de mí sin contemplaciones mostrándome el camino de vuelta atrás.

Tanganika 3 (002)

Desgraciadamente aquella bestia con uniforme azul tenía razón, yo había incumplido la legalidad quedándome sin ir a por el visado correspondiente.  Por un momento me quedé abatido, no había previsto aquel problema, pero no pensaba desistir a la primera.  En lugar de ir atrás me introduje en una oficina que había enfrente  y les expliqué el problema a otros dos funcionarios, quienes se limitaron a encogerse de hombros. No logré nada, pero me quedé allí en la puerta esperando y viendo cómo pasaba toda la gente delante de mis narices, incluídas las dos chicas blancas, con quienes cruzamos la mirada, pero sin llegar a hablarnos.

Cuando por fin pasaron todos y quedaban apenas unos minutos para las cinco, era el momento de jugar mi última baza. Con humildad, me acerqué de nuevo a la ventanilla con el pasaporte en la mano.  El policía me miró fijamente a los ojos con su inconmovible expresión, como esperando que yo le insistiera para darse el gusto de rechazarme de nuevo la salida del país. Opté por la variante más práctica, excusarme por mi error, diciéndole que había sido un descuido no intencionado, que la razón era porque con la situación que sucedía en Ruanda había llegado con retraso para visitar a un familiar mío médico que trabajaba en Ntita, el doctor Fernando Simón, venía para pasar la Navidad con él, y si esperaba a obtener el visado iba a perder la posibilidad de estar junto a él.  Luego estuve toda la semana allí y ya no me dio tiempo de conseguirlo, expliqué como excusa.  El policía seguía en silencio mirándome fijamente a los ojos con gesto duro, como valorando si le decía la verdad o le estaba mintiendo. Esa vacilación me hizo pensar que tenía una posibilidad de convencerlo. Volví a disculparme poniendo cara de pena, manifestando lo importante que era para mí poder seguir viaje, que estaba de acuerdo en pagarle en ese momento lo que costara el visado, que eso no era problema.  En realidad, lo que quería decirle es que estaba dispuesto a pagarle lo que me pidiera por ponerme el sello de salida, o por lo menos a negociarlo si me pedía mucho.  Sorprendentemente, sólo abrió la boca para pedirme si tenía quince dólares, el coste real del visado.  Rápidamente saqué el dinero y se lo puse delante, él lo recogió mucho más rápido y lo metió en el bolsillo de su camisa. No me dio el visado, pero me puso el sello de salida, que era lo que me interesaba.  A continuación me hizo un gesto con la mano de que podía marchar. Salí contento, la infracción me había salido barata.

Los pasajeros esperaban de pie en la dársena el momento para ascender al barco, allí estaban las dos chicas, quienes al verme llegar sostuvieron la mirada en la distancia hasta que llegué a su altura, no había nada de frialdad en sus ojos, sino el calor amistoso que yo podía necesitar después de las dificultades en la aduana, y también algo de curiosidad. Nos saludamos y antes de hablar la rubia extendió su mano con una papeleta de fresas que acaba de comprar allí mismo, para invitarme.  Acepté gustoso, más que por las fresas, por el hecho que representaba ser invitado.  Lo cierto es que las dos se morían por saber qué me había pasado.  También a mí me intrigaba la presencia de ellas allí, no parecían una viajeras al uso.  Después de contarles los detalles del problema que había tenido, fui yo quien pasó a preguntar.  La rubia, que se llamaba Emma, era sueca y vivía en Tanzania trabajando como enfermera voluntaria en un hospital. Su amiga había llegado desde Suecia para pasar las vacaciones de Navidad con ella, ahora regresaban al hospital después de haber pasado  el fin de semana en Bujumbura.

Nada más conocerlas desaparecieron todos los equivocados prejuicios que había hecho sobre ellas, me había adelantado al juzgarlas por su apariencia y nada más lejos de lo imaginado, a la enfermera le bastaron unos minutos para demostrarme que era una mujer excepcional. Si a distancia me había cautivado por su físico, en la cercacía me cautivaba por la personalidad, simpatía y naturalidad que desplegaba su modo de ser.

Ascendimos juntos al barco. Una vez en cubierta, Emma me preguntó cuál era mi camarote. Al decirle que no tenía me ofreció el de ella y su amiga para guardar la mochila y eso hice, luego regresamos de nuevo a cubierta dirigiéndonos a popa para observar cómo se alejaba el barco de Bujumbura. Su amiga, al quedar sola a babor mientras fuimos al camarote, un avispado pasajero africano se acercó a ella para hablarle invitándola a cerveza.

Relajados al ver que la amiga estaba ocupada con el africano, Emma y yo nos situamos apoyados en la barandilla posterior del barco dejando que la brisa del atardecer acariciara nuestros rostros. No hubiera cambiado ese viaje por el crucero más lujoso del mundo.

No voy a negar que Emma me seducía enormemente y que su proximidad alteraba todos mis sentidos, nada extraño teniendo en cuenta sus evidentes cualidades. Pasamos la tarde sin movernos de cubierta, hablando y tomando cerceza sobre el suelo de tarima, riéndonos del esfuerzo que hacía el pasajero africano por aproximarse y ligar con la amiga y ella por mantenerlo a raya. Él mismo nos contó que era congoleño y había ido a Burundi para comprar un lote de paraguas que iba a llevar a su ciudad, Lubumbashi, para venderlos allí, por delante tenía tres días de barco atravesando el lago Tanganika y otros tres días más de duro viaje por tierra para llegar. Un esfuerzo tan grande para un negocio tan pequeño.

El último placer de la tarde nos lo proporcionó la puesta de sol, absolutamente maravillosa.  Quedamos fascinados por el intenso azul índigo que tornó el cielo y el naranja que adquirieron las nubes suspendidas en el espacio hasta que fueron atrapadas por la oscuridad, donde finalmente ya sólo se podía distinguir las siluetas de los árboles en la orilla del lago y las estrellas brillando en el cielo.  Estar allí en ese momento junto a Emma, creaba una corriente contínua de sensaciones transitando entre mi cuerpo y mis sentidos.

A la hora de la cena entramos al comedor y tomamos asiento en uno de los bancos que se alineaban a los lados de las mesas, el menú era el mismo para todos, un par de camareros lo dejaron sobre las mesas y luego debía servirse cada uno.  De primero había sopa y de segundo pescado frito con arroz hervido.  Ni el comedor era un sitio acogedor, cuatro paredes de hierro pintadas de un triste color crema, ni la comida resultaba precisamente apetitosa, y sin embargo yo continuaba gratamente complacido. Creo que tanto Emma como yo tratábamos de agradarnos con pequeños detalles y atenciones, uno de ellos fue cuando después de la cena pedí café y el camarero me dijo que no tenían. Entonces Emma fue a su camarote y trajo un bote de Nescafé y un poco de azúcar, yo sólo tuve que pedir agua caliente al camarero, cosa que me negó diciendo que la cocina ya estaba cerrada.  Me quedé decepcionado con la respuesta, sin embargo Emma no se dio por vencida, se levantó, se dirigió a la cocina y entró dentro a pedir el agua caliente. Poco después llegaba el mismo camarero que me había negado el agua con una tetera llena.  Un simple café, aunque fuera de segunda clase, para mi suponía un considerable valor, y haciéndolo en compañía de Emma, el  valor era doble.

Únicamente éramos dos extraños compartiendo un destino cercano y una amistad pasajera, en esa recién iniciada amistad se hallaban excluidos los compromisos y las actitudes postizas, guiados simplemente por el natural instinto que nos provocaba la satisfacción de aquel encuentro. Nuestra espontánea relación no implicaba condiciones ni tenía perspectivas, ambos sabíamos que existía un corto periodo de caducidad, con final a la llegada el día siguiente cuando se produjera nuestra separación, por eso quizá la vivíamos con más intensidad.

Navegando por el lago de Tanganika

Después de la cena salimos de nuevo los tres a cubierta, el pasaje había desaparecido de la vista, sin duda refugiados ya en sus camarotes o aposentados en algún lugar para dormir quienes no lo tuvieran.  Nosotros nos colocamos apoyados sobre la barandilla de uno de los lados del barco, escuhando el suave susurro del viento en nuestros oídos.

La amiga de Emma, apartada de nuestras conversaciones pronto decidió ir a su camarote. La acompañamos para coger mi saco de dormir, luego regresamos a cubierta y buscamos un lugar donde acomodarnos, Emma había decidido permanecer más tiempo conmigo antes de regresar a su camarote. 

Extendí el saco sobre la cubierta y nos tumbamos sobre él observando miles de puntos luminosos en el cielo mientras se escuchaba el ronroneo incansable del motor. No necesitábamos decirnos nada para saber que podíamos disfrutar de aquel momento mágico con el solo hecho de estar allí.

Lago Tanganika, 30 de diciembre de 1991

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