Estando de viaje en Sri Lanka y siendo el mes de julio no podía faltar al encuentro de Kataragama, la ciudad sagrada más importante del país. Kataragama, traducido del cingalés, significa aldea en el desierto, pero la pequeña ciudad toma su nombre del Dios al que veneran todas las religiones de Sri Lanka: budistas, hinduístas, musulmanes, cristianos y veddas, los aborígenes del país.
Sri Lanka es un país multirreligioso y Kataragama es el estandarte en el que confluyen los fieles de todas las religiones una vez al año, donde en peregrinación acuden de todas las partes del país, muchos haciéndolo de la forma tradicional, caminando a pie desde su lugar de origen. Yo lo hice en moto, e inicialmente mi peregrinaje particular fue en busca de una habitación para dormir. Llegué el día anterior de lo que llamaban el Festival de Kataragama, y todo estaba completo, de hecho la gran mayoría de los peregrinos pernocta en la calle, tirados en cualquier parte, y por poco no tuve que hacerlo yo también. Fui preguntando en casas particulares si me alquilaban una habitación y por suerte una familia aceptó mi propuesta cediéndome la mejor de la casa, la que ocupaba el matrimonio. Este recurso me ha servido unas cuantas veces en distintos países cuando no encontraba hotel. La habitación no tenía llave, pero me entregaron una de la puerta de entrada para que accediera a la casa cuando lo deseara.
Debí ser el último en llegar al festival de Kataragama, la pequeña ciudad estaba ya repleta de gente, al igual que el río, donde los devotos acudían para sus lavatorios rituales, aunque cuando yo estuve imaginé que la multitud de peregrinos que se hallaban en él a remojo (el río sólo cubría por encima de las rodillas) lo hacían más para refrescarse del calor y el cansancio.
Los elementos principales que forman el festival de Kataragama son las ofrendas, rituales, bailes y elefantes, todo bañado en un colorido exuberante, en el que destacan los tres momentos en que se realizan las ofrendas en el templo de Kataragama, por la mañana a las diez y media, en la tarde a las seis y media, y en la noche a las cuatro y media de la madrugada, aunque el festival en sí no cesa durante las veinticuatro horas del día, salvo las horas del mediodía cuando el calor pega más fuerte y es obligado tomar un receso.
A lo largo del día se sucedían la música y los grupos de bailarines, donde a la vez era fácil toparse con elefantes en medio de la muchedumbre, los cuales solían llevar encadenadas las patas delanteras para evitar alguna desgracia con el público si intentaban salir en estampida debido al estrés de verse rodeados por tanta gente. Después de anochecer acontecían las procesiones de elefantes bellamente engalanados junto con la música y los grupos de bailarines, las ofrendas diversas y rituales tradicionales, dejando para la última parte de la noche la intervención más sobrecogedora, los faquires.
Después de anochecer acontecían las procesiones de elefantes bellamente engalanados junto con la música y los grupos de bailarines
Todos los peregrinos confluían a diario en el templo de Kataragama, el santuario más importante, dedicado a una divinidad de seis caras y doce manos a la que llaman Skanda-Murukan, de quien decían que ayudaba a quienes la veneran si lo necesitan, por lo que a ella acudían miles de devotos en busca de ayuda para mejorar su salud o problemas de cualquier índole. Mi recorrido personal era alrededor de todos los lugares y circunstancias que llamaran mi atención o provocaran mi curiosidad, con el placer adicional de ver que no había otros extranjeros europeos en Kataragama, lo que de alguna forma me hacía sentir la exclusividad de lo que observaba y sentía, algunas veces llegando más allá de ser un simple espectador, como participar en alguna de las ofrendas que se realizaban a diario.
Pasear entre la gente y los elefantes era una cosa novedosa para mí que resultaba interesante, a la vez que podía ser un poco peligrosa. Un día en la ciudad de Candy fui testigo de lo que ocurrió con un elefante acompañado por su dueño en una calle del centro. Una pareja de turistas que iban unos metros delante de mí se encontraron con él y la mujer sacó su cámara para hacerle una foto poniéndose delante de él. El elefante, sin previo aviso, le lanzó un trompazo (literal) que la tiró al suelo de forma violenta. A la mujer tuvieron que llevarla a un hospital, posiblemente con una pierna rota y alguna contusión más por la caída en el suelo.
Desde aquel día los elefantes me daban respeto, y los que sacaban en Kataragama eran todos más grandes que los elefantes comunes que podían verse en el país. Aun así no podía resistirme a verlos de cerca e incluso tocarlos, eso sí, con el consentimiento y recomendaciones del responsable. Una tarde, en Kataragama, hasta me coloqué entre los colmillos bajo la trompa de un elefante enorme, por supuesto con la supervisión de la persona que lo llevaba, quien se mantuvo cerca con una especie de lanza que solían llevar para castigar a los elefantes en caso de rebeldía, mientras yo me agarraba a sus colmillos. Fue un momento excitante, no libre del miedo a que pudiera darle al elefante un arrebato violento y me aplastara. Ir encadenados de las patas delanteras les impedía salir corriendo o moverse con su agilidad habitual, pero nada les impedía propinar un fuerte trompazo. Cuando por la noche salían en procesión ataviados con coloridas telas bordadas, adornos y guirnaldas en una completa transformación, se convertían en los auténticos protagonistas del desfile.
También descendí al río, llamado “el río de las gemas”, donde los peregrinos devotos se bañaban para purificarse o curarse de enfermedades, según decían gracias al alto contenido en gemas y las propiedades medicinales de las raíces de los árboles en las orillas del río, aunque yo lo hice en un par de ocasiones por mezclarme entre la gente y poner los pies a remojo para refrescarme un poco.
La noche, además de servir para aliviar el calor, tenía una vertiente mística y especial. A primera hora se realizaba en la calle principal una llamativa procesión de grandes elefantes, que tal como estaban ataviados, sin verse de ellos más que los ojos y los colmillos, parecían la alucinación de un ser extraño y grandioso caminando en la oscuridad entre bailarines que danzaban delante de ellos al son de la música. Uno podía recrearse en mil y un detalles que proporcionaban la visión de aquella reata de elefantes disfrazados y gentes entregadas a la fe de su religión. Todo lo que vi en Kataragama tenía que ver con la religión, la tradición, la superstición, los rituales… verdaderamente resultaba fascinante. Sin embargo era la última parte de la noche donde encontraba una atracción hipnótica que me sacudía los sentidos, ocurría a partir de la medianoche.
El desafío al que sometían los faquires sus mentes con el martirio de sus cuerpos era algo incomprensible para cualquier ser humano
Había un lugar específico, un solar de tierra en forma de plaza, donde acontecía una exhibición múltiple de la mortificación del cuerpo, realizada por especialistas en el arte de enfrentarse al dolor sin inmutarse, los faquires. Verlos actuar era un espectáculo sobrecogedor, el dolor que ellos parecían no sentir torturando sus cuerpos era la angustia reflejada en los demás, el desafío al que sometían sus mentes con el martirio de sus cuerpos era algo incomprensible para cualquier ser humano, y por supuesto también imposible.
Bajo el cielo cubierto de estrellas y de oscuridad, un grupo de personas, habría más de una veintena, realizaban actuaciones individuales en una demostración de sus cualidades sobrenaturales. No se requería una entrada, pues estaban al aire libre en una parcela pública de la ciudad, por lo que el espectáculo era gratuito, sólo había que sentarse en el suelo o quedarse de pie observando y admirando en silencio las misteriosas facultades de las que estaban dotados. Esos hombres, los faquires esrilanqueses, se encontraban en lo que denominaban la cuarta fase de la vida después de pasar las tres primeras, estudiar, tener hijos y peregrinar. Para convertirse en faquir era necesario despojarse de los bienes naturales y perseguir los valores que para ellos eran los auténticos de la vida, alejándose de lo material para acercarse a lo intangible, resistiendo a los placeres ordinarios y consiguiendo ignorar los dolores comunes. Aparentemente, la resistencia para conseguir ser inmunes al dolor, la conseguían a través de la meditación.
Creo que en aquel festival de la autotortura había todas las variedades conocidas, estaba el clásico tragasables, los que se perforaban partes de su cuerpo con agujas, algunas altamente sensibles que sólo verlo producía un escalofrío, como cuando se atravesaban el rostro traspasando de mejilla a mejilla con una larga aguja, quien se atravesaba una pierna o un brazo de lado a lado o, aún más impresionante, quien se atravesaba la lengua. Uno podía acercarse y verlo muy de cerca, cosa que hice yo en varias ocasiones, pero no, no había truco, todo era real e increíble a la vez. Podía hacer fotos pero no podía usar el flash, sólo había que guardar silencio para no romper la concentración y meditación de los faquires, el método que usaban para poder realizar sus proezas, que a simple vista parecían más una forma de mortificación corporal ante aquella incomprensible insensibilidad al dolor.
Entre los clásicos también estaban la cama de clavos, sobre la que caminaban, se sentaban o se acostaban, el pasillo de cristales rotos sobre los que caminaban sin producirse cortes o heridas sangrantes, la alfombra de fuego, hecha con brasas rojas ardientes, sobre la que caminaban a uno y otro lado de forma seguida sin sufrir dolor o quemaduras, o algo que parecía para principiantes pero casi igual de doloroso, caminar sobre arena ardiente. Algo más difícil de digerir era otro que se atravesaba la piel de la espalda con ganchos, los cuales llevaban atados un peso considerable que arrastraban tirando con el cuerpo.
De algunas cosas no recuerdo con exactitud, pero sí hubo una que recuerdo especialmente: había un tipo que su especialidad era clavarse un clavo en lo alto de la frente. No podía creerlo cuando lo vi. El método era muy sencillo, un clavo corriente en una mano y un martillo en la otra, con el martillo golpeaba el clavo hasta que éste se introducía en la cabeza quedándose plantado sobre el cuero cabelludo. Tuve que acercarme a verlo de cerca, tan de cerca que casi llegué a ponerme delante de sus narices. No había sangre, no había herida y, para el faquir, no había signos de dolor o preocupación. mi aquello me parecía la mayor tontería que podía hacer un ser humano. Me quedé bastante rato observándolo entre perplejo y fascinado, volviendo a ver su actuación de forma repetida, ¿cuántas veces se clavaría el clavo en la cabeza esa noche? Una cosa era aguantar o ser insensible al dolor en algunas partes del cuerpo, pero otra era clavarse un clavo en la cabeza quedándose a la entrada del cerebro, un órgano vital.
Esa noche todo era místico y misterioso. Después de comprobar que no había truco en las actuaciones, me preguntaba cómo era posible todo lo que veía, debían tener alguna alteración neurológica por la que las señales del dolor no eran transmitidas al sistema nervioso central, lo que a cualquier otro ser humano nos hubiera producido dolor profundo y quizá hasta la pérdida del conocimiento. Seguramente para actuaciones así se necesitaban unas grandes cualidades de resistencia física y mental que no estaban al alcance de todos. En Sri Lanka eran considerados como santos, les atribuían fuerzas sobrenaturales de origen divino, quienes a través de la meditación podían realizar acciones sobrenaturales y ejercer un poder absoluto sobre su cuerpo, cosas imposibles para el resto de los mortales.
Cuando regresaba a la casa donde tenía la habitación, ya de madrugada, veía a la gente durmiendo sobre la tierra o la hierba del suelo en cualquier parte, de forma individual o en grupos en alguna explanada, en espera de que amaneciera para ir a asearse al río y empezar un nuevo día del Festival de Kataragama. Aquella primer noche que observé a los faquires me acosté pensando en todo lo que había visto, especialmente con la imagen de dos de ellos, el que se atravesaba la lengua y el que se clavaba un clavo en la cabeza. Que locura, sólo de recordarlo me hacía a estremecer.
Sri Lanka, julio de 1998