Me encontraba en Nepal realizando un viaje saltando de país en país con el objetivo final de llegar a Indonesia, ya que estaba allí incorporé a mi plan hacer una extensión a un país limítrofe, los candidatos Tibet y Bután. Los dos me atraían, uno por su historia, ser la cuna del budismo y estar considerado como “el techo del mundo”, y por qué no decirlo, también porque el turismo llegaba con cuentagotas y eso le otorgaba una naturaleza genuina y descontaminada de cualquier rasgo occidental. De Bután lo desconocía casi todo, era un país muy pequeño y muy cerrado al exterior, quizá el más cerrado del mundo, precisamente el aliciente que más me seducía, el desconocimiento que existía sobre él y lo restringidas que estaban sus entradas, sólo daban unos pocos visados al año para extranjeros.
Después de buscar datos e informaciones, descarté a Bután, se encontraba al sur del Himalaya, era un país montañoso de altas cumbres cuyo mayor atractivo junto a los paisajes eran los monasterios budistas, pero me desanimaron dos cosas: una que era un país demasiado controlado por el gobierno, por un lado sólo daban visados para una semana, por otro que para un vuelo relativamente corto el precio era demasiado alto, y además había que pagar por adelantado la estancia en un hotel del gobierno que costaba cien dólares diarios, sin otras opciones.
Me decanté por Tibet, que era en realidad quien más me atraía y ya poseía un visado de entrada para China, aunque tampoco podía decirse que fuera un lugar que gozara de plena libertad, estaba bajo la ocupación china y su gobierno ejercía un fuerte control sobre todo, incluido el escaso turismo que llegaba hasta allí en aquellos momentos.
Tenía una guía del Tibet, suficiente para lanzarme a la aventura, lo más complicado era encontrar transporte interior para hacer el largo recorrido hasta Lhasa, la capital. Quedaba confiar en la suerte.
Ya sólo llegar a la frontera, para cubrir una distancia de 597 kilómetros tardé un día completo haciendo noche en alguna parte y tomando más de un autobús. Tuve que caminar una pista ascendente donde al lado del camino había casetas de tablas como puestos de venta de algo aunque vacías, durante algo más de un kilómetro para llegar a la frontera nepalí. Aquí fue rápido, era el único que estaba allí y sólo fue poner un sello en el pasaporte. Tuve que volver a caminar otro buen tramo, quizá otro kilómetro, hasta la frontera de Tibet. El puesto fronterizo de la policía china era un simple cobertizo de tablas, de nuevo yo era el único que había allí. El cobertizo tenía una ventana desde donde se veía en su interior dos policías chinos, me asomé para entregarles el pasaporte. El policía lo cogió, pasó las páginas en busca del visado, lo miró y acto seguido le estampó un sello, devolviéndome el pasaporte a continuación diciéndome algo en chino con mala cara. Al mirar el pasaporte, sorprendido, vi que sobre el visado había puesto un sello que decía: cancelado.
Entramos en una conversación de besugos, él hablando en chino, yo en inglés, sin que ninguno entendiera nada, el policía me hablaba de mala forma y yo me alteré,
Entramos en una conversación de besugos, él hablando en chino, yo en inglés, sin que ninguno entendiera nada, el policía me hablaba de mala forma y yo me alteré, me acababa de impedir la entrada y sin saber por qué. Me negaba a aceptarlo. Pasamos unos minutos discutiendo, al final creí entender que ese visado sólo servía para entrar en China, no para Tibet. Luego, con ostensibles y poco amables gestos de su mano, me indicaba que me largara de allí. La irritación no me cabía en el cuerpo, ese maldito acababa de echar a perder mi viaje al Tibet, un día para llegar allí y como poco otro para regresar a Katmandú, encima me hacía perder los 50 dólares que me había costado el visado.
Tuve que volver atrás desilusionado y cabreado, con la incertidumbre de no saber cómo iba a volver hasta Katmandú.
Regresé al punto donde me había dejado el minibús con el que había llegado, esta vez tuve suerte porque el conductor aún seguía allí. De haber partido lo más seguro que tendría que haberme quedado allí tirado un día más.
Tardé otro día completo para llegar a Katmandú, dos días perdidos en aquel viaje fallido. Lo primero que hice fue ir a un par agencias de viajes locales que organizaban viajes y trekkings para extranjeros a fin de preguntar cuál era la forma de poder entrar al Tibet. En una de ellas me dijeron que la única forma de hacerlo era en un viaje organizado, los chinos no querían viajeros independientes. Por suerte tenían un viaje organizado que salía en poco tiempo y si quería podía apuntarme, ellos se encargaban de conseguir el visado para mi. El viaje tenía una duración de 10 días, la ida se hacía en un autobús hasta la frontera, una vez que se cruzaba la frontera otro autobús con un guía se harían cargo del grupo pasando a una población cercana tibetana donde se haría la primera noche. Me mostró el recorrido previsto de siete días hasta llegar a Lhasa, luego dos días para estar allí y al tercero se regresaba en un vuelo hasta Katmandú. Ya que era la única opción acepté en apuntarme y comprar el viaje, pero con una condición: yo deseaba estar más tiempo, quería un visado para un mes, deseaba quedarme un par de semanas más y tomar el vuelo de regreso para entonces.
Hubo suerte y en la agencia consiguieron para mí el visado para un mes, excelente, volvía a recuperar la moral, el regreso lo haría dos semanas después que lo hiciera el resto del grupo.
Salimos muy temprano por la mañana, éramos un grupo de 11 personas de entre 28 y 36 años de distintas nacionalidades, todos independientes, nueve chicos y dos chicas. Llegamos a primera hora de la tarde a la frontera, nuestro guía ya se encontraba allí y se encargó de recoger nuestros pasaportes para recibir el sello de entrada, esta vez no hubo problema y después de esperar un rato cruzamos al Tibet.
A pocos kilómetros se encontraba la primera población tibetana, el paisaje de montaña por el que íbamos ascendiendo junto a un profundo barranco era absolutamente hermoso. El autobús nos llevó directamente al hotel, allí tomamos posesión de nuestras habitaciones y regresamos a la calle para reconocer por nuestra cuenta la primera población tibetana antes de que oscureciera.
Había algunos niños en la calle, quienes nos miraban en silencio llenos de curiosidad, los mayores sin embargo pasaban a nuestro lado sin inmutarse
Una de las primeras cosas que hicimos fue cambiar dinero, el transporte y el hotel estaban incluidos, pero la comida y otras cosas no. Desde el primer instante uno se daba cuenta de que, pese a la cercanía, nada tenían que ver entre Nepal y Tibet, la arquitectura de las casas y sobre todo la gente, con sus rasgos y forma de vestir, eran muy diferentes. Había algunos niños en la calle, quienes nos miraban en silencio llenos de curiosidad, los mayores sin embargo pasaban a nuestro lado sin inmutarse, ignorando nuestra presencia. La sensación de estar allí tampoco era la misma, algo había en el ambiente que hacía notar que uno se encontraba en un lugar diferente de cualquier otro que hubiera estado antes. Por suerte la población parecía seguir manteniéndose mayoritariamente tibetana, los pocos chinos que podía haber debían ser funcionarios del gobierno y policías, entre ellos los trabajadores del hotel donde nos hospedamos y donde tuvimos el primer problema.
Por la noche nos quedamos a cenar en el amplio restaurante del hotel, ocupando una mesa redonda. Sólo había carta en chino, las camareras no hablaban inglés y nuestro guía ya se había retirado a su habitación, lo que hacía difícil poder pedir la comida. No quedó otro remedio que entrar en la cocina con otro compañero, la camarera y la carta en la mano y visualizar a qué tipo de plato o comida correspondían las cosas escritas en la carta, escogiendo once platos variados para compartir entre nosotros.
Tardó bastante en llegar la cena, pero el problema fue otro. Uno pequeño y otro mayor. Primero a una de las chicas se le cayó un sencillo cenicero de barro de un valor ínfimo, de inmediato acudió la camarera y con malas formas entendimos que teníamos que pagar al cenicero. Nos disgustó la manera de exigirnos el pago por algo que no valía nada y había sido un accidente, la chica iba a pagar, pedían mucho más de lo que debía ser el valor real, y los demás le dijimos que no pagara. Al terminar la cena y traernos la cuenta, dividimos el total para once y aportamos cada uno su parte para hacer el total. Avisamos varias veces a la camarera para que recogiese el dinero, pero ella, incomprensiblemente, no venía a recogerlo. Como lo habíamos dejado justo y no tenían que devolvernos nada, después de esperar durante un buen rato decidimos subir a nuestras habitaciones dejando sobre la mesa el plato con el dinero, hacía tiempo que ya no quedaba cliente alguno en el restaurante.
La sorpresa llegó a la mañana siguiente a la hora de partir. Cuando llegamos con nuestros equipajes a la recepción el guía nos reunió para decirnos algo: el encargado del hotel había dicho que faltaba pagar parte de la cena de la noche anterior y teníamos que abonarla. Aquello nos disgustó bastante, no era cierto, dejamos todo el dinero completo de la cuenta. Según le habían dicho al guía faltaba por pagar como un treinta por ciento de la cuenta. Los chinos querían estafarnos, no sabíamos si la camarera o el encargado, aunque viendo la actitud de la camarera pensamos que fue ella quien debió quedarse con parte del dinero que dejamos en el plato. Nos negamos a pagar. El guía nos creyó, pero nos dijo que pese a todo lo mejor era pagar lo que decían que faltaba. De lo contrario sería peor, si no lo hacíamos iban a llamar a la policía y eso podía complicarlo todo, podíamos perder el día completo y finalmente nos obligarían a pagar igualmente. Bastante fastidiados, tuvimos que pagar el robo al que nos estaban sometiendo. Cuando ya pensamos que podíamos marchar, el guía dijo que aún faltaba algo, le habían dicho que habíamos roto un cenicero y teníamos que pagarlo. No quedó otro remedio que añadir lo que pedían por él para poder salir. Una vez en el autobús, el guía, que también era chino pero amable, nos dijo que si nos hubiéramos ido sin pagar habrían llamado a la policía y antes de salir de la población nos habría detenido.
La siguiente sorpresa no tardó mucho en llegar, de hecho fue en un puesto de control de la policía a la salida de la población. Nos hicieron bajar a todos del autobús y pasar por un cuarto donde había un policía al que teníamos que mostrarle nuestros pasaportes uno a uno. Después de esto tuvimos que salir y sacar nuestros equipajes del autobús y entrarlos a otro lugar para su revisión.
Empezaron a revisarlos con la minuciosidad de estar buscando drogas o sustancias prohibidas, mientras a nosotros nos hicieron mantener apartados. Al cabo de un rato encontraron algo que los alteró, se pusieron a hablar en voz alta entre ellos, parecía que habían hallado algo prohibido en alguno de los equipajes. Uno de los policías se acercó a nosotros con lo que parecía una foto y preguntó en chino para que nuestro guía nos tradujera de quién era eso. Se trataba de una postal del Dalái lama, refugiado en India debido a la ocupación China, que uno de los viajeros llevaba metida entre las páginas de su guía. Se lo llevaron como si hubiera cometido un delito.
Entre las cosas prohibidas para entrar en Tibet, una de ellas era cualquier tipo de propaganda relacionada con el Dalái lama o el pueblo tibetano.
Entre las cosas prohibidas para entrar en Tibet, una de ellas era cualquier tipo de propaganda relacionada con el Dalái lama o el pueblo tibetano.
Después de ser revisados todos los equipajes nos ordenaron regresar al autobús, pero al chico de la postal del Dalái lama lo dejaron allí retenido. Una media hora más tarde regresó junto al guía, quien nos explicó que en principio la policía había dicho que no podía entrar en el Tibet y lo iban a expulsar, pero gracias a que nuestro guía intercediera por él al final se solucionó el asunto y pudo continuar viaje con nosotros. Eso sí, le confiscaron la postal del Dalái lama.
La entrada en Tibet empezó con dificultades, lo que no imaginaba es que el próximo en tenerlas sería yo, esta vez sin policía de por medio y en el lugar menos esperado: un templo budista
En la ruta programada hasta llegar a Lhasa íbamos a visitar las escasas poblaciones que había en el camino, pero los lugares más importantes serían los templos budistas que aún quedaban sin destruir por el gobierno chino cuando ocupó el Tibet, serían uno por día, lo más interesante de todo el recorrido, por un lado porque eran las construcciones más destacables del país, y por otra parte por la cultura, tradición y significado para los tibetanos. En nuestra visita al primer templo lo primero que me sorprendió fue el monje que nos recibió a la entrada envuelto en una túnica color vino, pero con unas zapatillas blancas deportivas de marca y un reloj de pulsera tipo Rolex en la muñeca, quizá copias chinas. Aun así me chocó ver a un monje budista en un lugar tan alejado portando elementos occidentales contrarios a las normas éticas que emanan de los sermones de Buda, como no poseer nada, y menos cosas materiales.
El problema sobrevino dentro del templo. Los templos o monasterios budistas pueden tener diferentes aspectos según el país al que pertenezcan, más ostentosos y ornamentados como pueden ser en Tailandia, o más sobrios como en Tibet, que encajan adecuándose al terreno, un terreno áspero, sin vegetación, rodeados de tierra, rocas, montañas y duras condiciones climatológicas, donde resulta difícil imaginar cómo puede sobrevivir la gente en esas tierras estériles y en condiciones tan duras.
Atrás dejamos las fértiles y frondosas tierras de Nepal, a medida que fuimos ascendiendo por la carretera la vegetación fue desapareciendo. A partir de los cuatro mil metros de altitud ya sólo quedaba un terreno extremadamente árido, con la nieve cubriendo las cimas de las montañas. Una vez que pasamos al interior de nuestro primer templo nos fuimos repartiendo dentro de él observando lo que podía atraer nuestra atención, éramos los únicos visitantes. Realmente no había muchas cosas destacables, la sobriedad imperaba en todo el conjunto. Aun así, era un lugar único y desconocido a nuestros ojos, de modo que saqué la cámara para tomar alguna foto. Justo después de hacer la primera foto apareció de repente, como salido de la nada, un monje plantándose frente a mi refunfuñando con cara poco amistosa y profiriendo palabras gruesas que parecían insultos hacia mí. Como no entendía lo que me decía, me señaló la cámara haciendo gestos de negación con la mano. Comprendí que no quería que hiciera fotos. Le dije que de acuerdo, guardando la cámara en la funda. Pero el monje no se quedó contento con mi disposición de acatar la orden, continuó increpándome en voz alta señalando la cámara, incluso agarrando la funda con la mano y tirando para quitármela. La funda con la cámara iba sujeta por una correa en forma de bandolera cruzando por mi hombro, de todas formas viendo la acción del monje la sujeté, su intención parecía querer arrebatármela. Llegados a este punto de agresividad por parte del monje, yo también le mostré mi parte menos amistosa revolviéndome con cierta rudeza para que quitara sus manos de mi cámara. Sin dejar su mal humor me señaló algo para que mirara, se trataba de un cartel donde había una cámara de fotos dibujada y un precio debajo. Al parecer el enojo del monje no era por hacer una foto en un templo sagrado, sino porque había que pagar y yo no lo había hecho.
No pagué, por consiguiente tuve que guardar la cámara. Los demás, visto lo que pasó conmigo, también guardaron sus cámaras. El primer encuentro con un templo budista y con sus monjes y me llevaba mi primera decepción, no por el templo, sino por los monjes, uno por tener posesiones materiales y el otro por autoritarismo y agresividad, cosas muy contrarias a los dogmas que profesa el budismo y que ellos como lo más altos representantes debían ser quienes más debían cumplir con las normas éticas budistas.
En el resto del viaje volví a ver monasterios y monjes cada día, ya no tuve más tropiezos con ninguno de ellos, pero si pude ver que la diferencia con otros países budistas no era sólo en los templos, sino también en los monjes que habían adoptado estas creencias y forma de vida, con actitudes muy diferentes respecto a países como en Myanmar (Birmania), cuyos monjes encarnan a la perfección lo que se espera de ellos. Quizá la diferencia entre ellos sólo sea el reflejo de las diferentes condiciones de vida que forjan la personalidad de sus habitantes en cada lugar.
Tibet, junio de 1997