Ya había estado antes en Santa Marta, Colombia, ahora llegaba con la intención de visitar el Parque Nacional Tayrona, que toma su nombre de los indios tayronas que vivían en la región, principalmente en la zona que comprende desde la montaña de Sierra Nevada hasta la franja costera de Santa Marta. Cuando estuve la primera vez en los años 90, era desaconsejable para el turismo acceder tanto al parque nacional de Sierra Nevada como al parque nacional Tayrona, en la costa, en ambos por el mismo problema: la inseguridad. En toda esa región operaban las AUC, las llamadas Autodefensas Unidas de Colombia, es decir, los paramilitares, un grupo armado de la extrema derecha. Ellos imponían su ley en toda la región, donde se producían asesinatos, secuestros y extorsiones.
Afortunadamente esta vez los paramilitares estaban desmovilizados. En teoría y después de llegar a un acuerdo con el gobierno, habían entregado las armas y se habían disuelto. Pero eso sólo podía considerarse así en lo que se refiere a la guerra sucia contra las FARC, al secuestro y al hostigamiento de campesinos, pues en lo referente al narcotráfico y a la extorsión mafiosa contra los pequeños propietarios de negocios no se habían desvinculado, en la práctica continuaban ejerciendo sus actuaciones criminales. Lo importante es que ahora parecía no haber problema si quería ir a la montaña de Sierra Nevada o al parque Tayrona.
Me fui a un cibercafé y me puse a buscar información sobre el parque Tayrona. Había varios bungalós en el perímetro cercanos a la entrada, también había un camping donde se podía acampar, alquilar una hamaca para dormir bajo un cobertizo o alquilar un sencillo bungaló. Enredada entre las diversas informaciones vi que alguien ofertaba un bungaló, uno sólo, junto al parque. Tenía colocada una foto del bungaló y un pequeño dibujo para detallar en que punto se encontraba en referencia al parque. Llamé al teléfono que adjuntaba y al otro lado se puso un muchacho, el hijo del dueño. Él me describió la estancia, me explicó las condiciones y el precio que costaba por noche, donde además del hospedaje iba incluida la comida. Acepté y lo reservé para el día siguiente.
Tenía una referencia para descender del autobús, luego sólo debía buscar un camino que salía hacia la costa y seguirlo hasta llegar a la hacienda, a unos 200 metros de la carretera. Juan y Rosalía, un matrimonio de mediana edad y dueños del bungaló, salieron a recibirme cuando llegué. El lugar me encantó y el bungaló, sólo verlo por fuera, también. Estaba rodeado de plantas y árboles tropicales de varias clases, era una construcción de madera con techo de palma, perfectamente integrada en la naturaleza.
Después de dejar el equipaje y explicarme cómo funcionaba todo, me indicaron el camino a la playa por si quería ir a darme un baño antes de la comida.
El camino a la playa, de casi un kilómetro, fue un paseo en medio de un vergel, absolutamente hermoso. La playa se encontraba completamente desierta, ni una sola persona, ni una sola embarcación a lo largo de varios kilómetros, únicamente una casa construida, al parecer por un italiano, encima de una roca como si de una atalaya frente al mar se tratara. Era virgen y salvaje, un lugar verdaderamente tranquilo e idílico, aunque, según me contó después Juan, una playa altamente peligrosa hasta hacía poco tiempo para cualquiera que osara poner los pies en ella.
"Según me contó después Juan, una playa altamente peligrosa hasta hacía poco tiempo para cualquiera que osara poner los pies en ella"
Comí en el porche del bungaló la comida que me preparó Rosalía, la casa donde ellos vivían se encontraba a escasos treinta metros. Por supuesto se trataba de comida tradicional, una forma más no sólo de darle gusto al paladar, sino de conocer la cocina local, una de las secciones culturales más interesantes de cada país.
Para la tarde, ya que no valía la pena pagar la entrada al parque para sólo unas horas, Juan me propuso hacer una ruta, él me acompañaba y me guiaba por el contorno del parque hasta llegar al río, luego lo cruzábamos por el punto que era menos profundo, y después continuábamos hasta la playa, otra diferente de la que yo había estado por la mañana. La propuesta me pareció perfecta.
Desde el primer momento Juan no fue simplemente el dueño del bungalÓ donde me alojaba, sino un anfitrión excepcional que largamente sobrepasó la atención que debía ofrecer a su cliente. Dar con él fue como ganar la lotería, no podía haber caído en mejores manos. Y de su mujer no puedo decir menos. Desde el primer instante tanto en lo que se refiere al alojamiento como a la comida, se preocupó de mí como si hubiera sido su hijo, aunque en realidad yo fuera mayor que ella.
Las obligaciones de Juan eran pocas, en su pequeña hacienda tenían unos plataneros y algunos cocoteros, adicionalmente plantaba algunos otros vegetales que cuando llegaba el momento vendía a las tiendas que se encontraban en las cercanías. En la casa también había animales domésticos que servían para su propia manutención. Por eso cuando le dije que si tenía algo que hacer que no se preocupara por mí, que podía ir sólo, me respondió que no había problema, tenía tiempo libre y le apetecía ir conmigo. Desde luego contar con un guía local y desinteresadamente, tan experto en la zona como buena gente, era un lujo que no podía desaprovechar.
Se puede decir que la labor de guía de Juan era encomiable, pero con el paso del tiempo se confirmó que además era una fuente de información impagable. Me desveló muchas cosas ocultas para mí, algunas incluso desconocidas para la propia gente del país. Él había vivido allí desde niño y había visto y vivido en primera persona situaciones muy difíciles, a veces dramáticas, con la consigna de guardar silencio para conservar la vida.
En nuestro paseo me explicó que había conseguido construir el bungaló con ayuda del gobierno. Desde que habían desmovilizado a los paramilitares un año antes la zona estaba más tranquila. El gobierno pretendía impulsar el turismo de la región y a la vez ayudar a encontrar un medio de vida a la gente que tuviera iniciativas en ese sentido, para quienes antes su único recurso para sobrevivir era trabajar en los campos de coca para los narcotraficantes paramilitares. De hecho él me confesó que, ante las nulas expectativas de trabajo, también se había dedicado a recoger hojas de coca en la montaña de las haciendas que los paramilitares habían comprado a precios muy bajos, o simplemente expropiado por la fuerza a los dueños de las tierras si no querían vender, u obligando a los dueños legítimos a cultivar coca para ellos.
"Juan se había dedicado a recoger hojas de coca en la montaña de las haciendas que los paramilitares habían comprado a precios muy bajos, o simplemente expropiado por la fuerza"
Después de atravesar el río, cosa que, a pesar de no ser muy profundo, fue más difícil de lo que aparentaba por la fuerte corriente, seguimos caminando hasta llegar a la playa, igualmente desierta. Allí cerca de la orilla Juan se encaramó a un cocotero que tenía el tronco inclinado y tiró un par de cocos, nos sentamos con ellos en la arena frente al mar para descansar un rato y nos tomamos la rica agua de coco que contenían. Luego seguimos caminando por la playa hasta la desembocadura del río, que tuvimos que atravesar de nuevo. Allí mismo se encontraba la casa sobre las rocas del italiano, era donde yo ya había estado por la mañana. Continuamos caminando a lo largo de la playa, que parecía perderse en el infinito. El océano, la arena, la abundante vegetación y el silencio sólo roto por el sonido del viento, eran los extraordinarios componentes de aquella naturaleza salvaje.
Cuando le comenté a Juan lo bello, salvaje y tranquilo que era aquel lugar, él lo corroboró, pero matizando que hasta hace poco era también muy peligroso y nadie se atrevía a pisar la playa, ni siquiera a acercarse. ¿Por qué?, le pregunté. Esto era terreno de los paracos –dijo-, en estas playas embarcaban la coca, de manera que nadie podía acercarse. Si veían a alguien lo tomaban por un espía, un informador, y le callaban la boca con plomo. Aquí bajo esta arena hay mucha gente enterrada, sentenció. Yo lo miré incrédulo. ¿En serio?, pregunté. Sí, debe haber docenas de muertos en sólo un par de kilómetros de playa.
"Si veían a alguien lo tomaban por un espía, un informador, y le callaban la boca con plomo"
Yo pensé que exageraba, ¿cómo era posible algo así? Pero él lo aseguró. Dijo que sólo una vez ya eliminaron a más de treinta personas en una noche, todo porque había fracasado un embarque de coca, al parecer había llegado el ejército y abortó la operación, quedándose con el cargamento. Unos días más tarde el narcotraficante dueño de la coca volvió a reunir en la playa a todos los hombres que estaban implicados en la operación, la mayoría simples personas que para ganarse un dinero iban a cargar la lancha por la noche, y una vez en la playa los sicarios del narco les dieron plomo a todos. Se supone que todos quedaron allí enterrados bajo la arena, porque nadie más volvió a saber de ellos. Todos eran vecinos y conocidos en la zona. Los rumores que corrieron después fueron que los habían matado en venganza por haber perdido la coca y, por otra parte, porque uno de ellos tuvo que dar el soplo a la policía de la operación para que después los sorprendiera el ejército. Uno se había ido de la boca y por eso los ajusticiaban a todos. Cualquiera de las dos cosas eran suficiente ejemplo para mostrar lo qué ocurría si algo salía mal o si alguien se iba de la lengua. Otros muertos podían ser simples personas que de forma inocente se habían acercado a la playa sin saber que era territorio de los narcos y ellos eliminaban a cualquiera que fuera allí bajo la sospecha de que podía ser alguien que iba a husmear para pasar información a la policía o a algún cartel rival. También habían habido enfrentamientos entre diferentes narcos fuertemente armados, que pugnaban por el territorio o simplemente un cartel intentaba robar la mercancía al cartel que estaba embarcando. Todo quedaba enterrado en la playa.
-¿Estamos seguros caminando aquí?, le pregunté a Juan.
-Si, no te preocupes –dijo sonriéndome-, ya no hacen más embarques aquí, ahora van a hacerlos a las playas de La Guajira, más alejadas y desiertas.
Al regresar a casa, lo hicimos en un punto donde a unos cien metros de la playa había unas simples construcciones derruidas. Mira -dijo Juan-, esto eran las casas donde vivían los vigilantes que tenían los narcos para que nadie anduviera por aquí.
Era difícil de imaginar que una playa solitaria y tranquila como esa fuera poco tiempo atrás un lugar donde se había masacrado a tanta gente.
Cené pronto, después de oscurecer no había nada que hacer, sólo esperar que pasara el tiempo hasta la hora de ir a dormir, que allí era más temprano, igual que la hora de levantarse. La cena estuvo realmente rica, después vino Juan al porche y allí juntos tomamos el café.
Inicialmente hablamos del plan para el día siguiente, yo quería ir al parque de Tayrona y Juan se ofreció nuevamente a acompañarme. La verdad es que la elaboración del plan era muy simple, había que desayunar, mientras Rosalía nos preparaba la comida que nos llevaríamos para comer en el parque. Se podía comer allí, pero todo era demasiado caro, así que era mejor llevar las provisiones con nosotros. Después salir a la carretera y tomar el primer autobús que pasara para llegar a la entrada del parque, unos siete kilómetros más allá, luego ya quedaba hacer el recorrido a pie, y en eso Juan sería mi guía durante todo el día. Naturalmente lo conocía bien, de modo que no podía contar con mejor guía ni mejor persona para acompañarme.
Después de esto pasamos a la parte más interesante, en la que Juan me contaba las cosas de allí, de su vida, de la vida de la gente que vivía en la zona, de los narcotraficantes, de cómo actuaban y de cuál era el proceso de la droga desde que se recogía de la planta hasta que se cargaba en los barcos. La verdad es que las historias que empecé a conocer esa noche suponían el mejor entretenimiento que podía imaginar y que yo escuchaba con profunda atención.
Terminado el desayuno tomamos un autobús en la carretera para llegar hasta el parque Tayrona. Se podría decir que su principal valor es el ecosistema que alberga una gran variedad de especies vegetales que formaban el bosque seco y el bosque húmedo, a lo cual se añaden los restos arqueológicos de la comunidad tayrona, los antiguos residentes indígenas del parque, quienes se supone estuvieron viviendo allí hasta no hace mucho. Chaimara, llamada también Pueblito, era la aldea más grande construida, se encontraba en lo alto del parque, a unos 900 metros de altitud. Ya no quedaban indios tayrona viviendo allí, aunque en el camino nos encontramos con un hombre y una mujer vestidos con sus tradicionales ropas blancas, luego nos topamos con dos niños, quizá sus hijos, que al vernos huyeron del camino para esconderse entre los árboles, como si tuvieran miedo de nosotros.
Después de explorar la antigua aldea de Chaimara nos sentamos tranquilamente a comer sobre las piedras milenarias que dieron origen a la aldea, después hicimos el descenso hasta la playa a través de un empinado y en ocasiones difícil sendero entre la espesa vegetación y las abundantes rocas. Posiblemente las playas del parque guardan la mayor belleza de todas las playas que hay en Colombia, conservando prácticamente intacto su entorno natural y salvaje. A lo largo de varios kilómetros hay distintas playas, todas ellas diferentes pero igualmente preciosas. Sin duda la espléndida vegetación tropical que nace justo a orillas de la arena es un factor significativo para hacer más espectacular toda la extensión marina del parque.
Llegamos a casa a última hora de la tarde ya anocheciendo, fue un día precioso. Después de la cena, tal como el día anterior, Juan se vino a tomar café al porche y allí estuvimos hablando durante bastante rato. Comentando el día le hablé de lo magnífico que era el parque, de la belleza de las playas, de la imagen de auténtico paraíso que había dejado en mi retina.
Juan me dijo que no siempre había sido así, de hecho hacía sólo un año que era seguro, después de haber quedado desmovilizados los paramilitares. La zona del parque era el territorio donde actuaba un bloque paramilitar llamado Tayrona, desde sus playas también se hacían embarques de droga, cinco años atrás la directora del parque tuvo el arrojo de denunciarlo a la vez que se opuso a darles un porcentaje de lo recaudado en el parque. La asesinaron. Un año más tarde el gobierno entregó la concesión del parque para que lo gestionara a la empresa de turismo Aviatur, propiedad de un residente francés, conjuntamente con una sociedad que casualmente estaba formada por varios socios jefes paramilitares, entre ellos “El Patrón” el más poderoso jefe paramilitar vivo y activo de Colombia en aquella época, según un libro publicado este mismo año sobre su vida, y “El Canoso”, jefe del bloque paramilitar Tayrona. Más adelante, la fiscal de justicia, indagando sobre los pormenores de la licitación, le preguntó a El Canoso cómo la habían conseguido, respondiendo tranquilamente que se habían servido de los hijos del presidente para conseguirla. Cuando interrogó al empresario francés dueño de Aviatur por qué se había asociado con jefes paramilitares de las AUC, él respondió que no sabía nada de esa vaina de las Autodefensas Unidas de Colombia, pretendiendo hacer creer su ignorancia al respecto cuando llevaba residiendo en 48 años en Colombia y los paramilitares estaban en los noticieros todos los días. La prensa, cuando se descubrió el manejo de la licitación, lo tituló: “Cómo se entrega un parque natural a aquellos que lo han asolado”.
Según me explicó Juan, durante los últimos años el parque fue refugio de “paracos”, (paramilitares) pese a estar abierto al turismo. Sin ir más lejos, previamente de ser desmovilizados, hubo una batalla entre ellos y el ejército dentro del parque. Había en aquel momento más 40 paracos, el ejército entró a detenerlos pero ellos no se entregaron, estaban fuertemente armados y respondieron con las armas. Tuvieron que evacuar no sólo a quienes estaban dentro del parque, sino a todos los vecinos de la zona, a Juan también, estuvieron cuatro días viviendo fuera de su casa hasta que los paracos se rindieron y pasó el peligro. Me comentó que cuando empezó el enfrentamiento, desde su casa podía oír perfectamente la “balacera” de tiros.
"Previamente de ser desmovilizados, hubo una batalla entre ellos y el ejército dentro del parque. Había en aquel momento más 40 paracos que no se entregaron y respondieron con las armas"
Juan me dijo que los paracos seguían existiendo, sólo que ya no como bloque armado con el nombre de Autodefensas, habían dejado de hacer la guerra sucia para el gobierno contra las FARC o los campesinos, pero seguían con su negocio del narcotráfico y de las “vacunas”. Las vacunas eran el impuesto que los paracos imponían a todos que realizaban algún tipo de negocio, desde el más pequeño como vender patatas en el mercado de Santa Marta, al más grande, incluido él por una sola cabaña, tenía que pagarles un porcentaje sobre sus ganancias, negarse no era recomendable, pues pagaba con su propiedad o con su vida. Me contó lo que le sucedió a un vecino con un pequeño puesto de venta junto a su casa, se negó a pagar pretendiendo defenderse por su cuenta, pero ellos acabaron matándolo y quemando su pequeño negocio.
Al preguntarle si las autoridades no hacían nada me dijo que los paracos tenían comprados a todos, policías, políticos, jueces… por otra parte nadie se atrevía a denunciarlos, eso podía ser su sentencia de muerte. Todo el mundo sabía lo que ocurría, el silencio era la mejor garantía de conservar la vida. En aquel tiempo era conocido que cargos políticos como alcaldes o incluso el gobernador de la región, habían llegado allí con el apoyo de los paramilitares.
Le pregunté a Juan si no tenía miedo de vivir así, bajo las leyes de los paracos, él se encogió de hombros sonriendo, asumiéndolo como una normalidad.
"Los paracos tenían comprados a todos, policías, políticos, jueces…"
-Aqui todos estamos acostumbrados -dijo-, pero si de todas formas a ti te ocurriera algo , si alguien te secuestrara, acudiría antes a los paracos que a la policía. Para resolver un problema así confío más en ellos.
Esa afirmación me sorprendió. La razón era simple, ellos tenían el control de la zona, sabían todo lo que pasaba, tenían mucha más información que la policía y todos los respetaban. Me aseguró que los paracos tenían muchos informadores, estaban en la carretera, en los caminos, en los pueblos, por eso se enteraban de todo lo que pasaba, incluso sabían todos los movimientos de la policía. Por ejemplo -me dijo con rotundidad-, yo no he dicho nada, pero ellos saben que tu estás aquí. Proteger a la gente es una forma de proteger su negocio, no permiten que narcos de otro cártel se entrometan en su territorio, y mucho menos delincuentes comunes.
Tenía intención de volver al parque al día siguiente, pero con toda la información que me daba Juan empecé a dudarlo. Sin embargo él me dijo que no debía preocuparme, allí había seguridad, teniendo en cuenta que ellos controlaban el parque y formaban parte del negocio, no iban a permitir que se les estropeara si un turista tenía problemas.
No me cansaba de escuchar todas las cosas que Juan me contaba, eran información de primera mano, aunque para mi tranquilidad casi hubiera sido mejor no saber nada.
Pasé cinco noches en la cabaña de Juan, noches en las que después de cenar él me ilustraba con infinidad de historias de su vida pasada, de la convivencia con los paramilitares y el negocio del narcotráfico que hasta hacía poco había involucrado a vecinos y conocidos con el señuelo de ganar mucho dinero y rápido, algunos habían coronado, es decir, conseguido mucha plata con la venta de droga, trabajando para los narcos, pilotando lanchas para llevar envíos a Panamá o Jamaica quienes habían sido pescadores, pero al final todos acababan mal. Las playas eran testigos silenciosos de las muertos que había enterrados bajo sus arenas. Fue un tiempo muy interesante en el que aprendí unas cuantas cosas sobre la vida cotidiana en esa zona del país, incorporando a mis conocimientos que viviendo allí sumisión y silencio eran la mejor actitud para conservar la tranquilidad.
Colombia, marzo de 2009