Robar no es pecar
Iba en un taxi al mediodía a casa de Pepe, un español que había conocido en Madagascar y que residía en Antananarivo, la capital. Su casa se encontraba a unos diez kilómetros de la ciudad, a la salida había que atravesar una laguna por una carretera que la partía en dos elevada unos siete metros sobre el agua. Al pasar vi la moto de Pepe aparcada en la carretera y mandé parar al taxista, resultaba extraño ver su moto allí sola. Al mirar hacia la laguna lo vi a él junto a un Mitsubishi todoterreno con el morro todo hundido en el agua. Bajé a preguntarle qué había pasado.
El coche era de un amigo suyo francés, quien había salido de Tana por unos días. Si no estaba en Tana, ¿qué hacía su coche en el agua de la laguna?, le pregunté. Allí todos los extranjeros y gente adinerada tenía un vigilante permanente en las casas para proteger sus propiedades. Aprovechando la ausencia de su amigo el vigilante había sustraído el coche y las llaves de otra casa vacacional que tenía en otra parte para ir allí a robarle. El viaje lo hizo el día anterior, regresando por la noche. Quizá por el cansancio o por sueño, de camino a la casa por la mañana se le fue el coche de la carretera y cayó al agua de la laguna, quedando allí hundido del morro como plantado en el agua. Cuando Pepe regresaba a comer a su casa lo vio desde su moto con gente alrededor, entre ellos el vigilante que le había robado el coche, quien pudo salir de dentro y al ver a Pepe huyó de allí. La razón por la que Pepe estaba allí junto al coche, era para evitar que llegaran los ladrones mientras llegaba la grúa y desmontaran el coche para robar todo lo que pudieran dejándolo en el chasis.
Dejé allí a Pepe custodiando el coche y proseguí hasta su casa, una hora más tarde llegaba la grúa con el coche,. Para más seguridad, decidió llevarlo a su casa hasta que llegara su amigo. Pepe vivía en un gran caserón rodeado de un alto muro, en el interior había una explanada donde se aparcaban los vehículos, Pepe tenía varios todoterreno para alquilar a turistas. Dejaron el coche en un lugar aparte, justo debajo de la ventana de mi habitación, reunió a empleados y chóferes y les dijo que a nadie se le ocurriera tocar el coche.
Comimos y después Pepe cogió su moto, también alquilaba motos, para regresar a su trabajo en Tana. Yo fui a mi habitación para dormir la siesta. Antes de acostarme se me ocurrió mirar por la ventana, debajo se encontraban dos chóferes hablando junto al coche y abriendo su puerta mirando dentro. Pepe les había dicho y repetido que no se les ocurriera tocar el coche para nada. Sin embargo al poco de haberse marchado ya estaban husmeando en él. Me quedé observando a ver qué hacían. Hablaban en malgache, por lo que no entendía lo que decían, pero era indudable que hablaban del coche. Como si hubieran llegado a un acuerdo, abrieron el capó que cubría el motor y sacaron la batería, cerraron el capó de nuevo y desparecieron con ella.
Salí a la ciudad después de la siesta y regresé a última hora de la tarde, prácticamente a la vez que Pepe. Hablamos de lo sucedido al coche de su amigo y fuimos hasta él para verlo con más detenimiento. Pepe abrió el capó para ver cómo había quedado el motor, dándose cuenta al instante de que no estaba la batería. Empezó a blasfemar a grito pelado, pensaba que alguien había llegado antes que él a la laguna y la había robado. Tuve que contarle lo que vi desde la ventana, la batería la había sacado Maheva, el chófer, junto con otro chófer.
Pepe montó en cólera llamando de inmediato a los dos, la bronca fue monumental. Por suerte aún conservaban la batería y tuvieron que devolverla al coche.
En Madagascar es necesario tener un vigilante en las casas que tienen algo de valor para proteger, aunque todos saben que el primero en robar es el propio vigilante. Para muchos en Madagascar sustraer lo ajeno no es robar, es sobrevivir.
La niña de las tarjetas bordadas
Conocí a Heintsoa en las calles del centro de Antananarivo, era una niña de unos ocho años que vendía tarjetas bordadas a los turistas. Era tímida, dulce, inteligente, en mis viajes a Madagascar siempre compraba objetos o cosas artesanales, con Heintsoa tenía dos motivos para hablar con ella, ver las tarjetas que vendía y conocerla. Le pregunté quién las hacía y respondió que las hacía su madre, las tarjetas eran completamente artesanales, una cartulina blanca de papel antaimoro doblada con la tapa bordada de personajes o paisajes típicos malgaches en distintos colores. No estaban mal, además eran algo original.
Quise conocer algo más de ella y le pregunté si iba a la escuela, hablaba el francés bastante bien. Me dijo que sí, entonces la interpelé por qué no estaba en la escuela en lugar de estar vendiendo tarjetas en la calle. Me dijo algo, seguramente una excusa, por la que ese día no tenía clase. La verdad que no era la única niña que estaba en la calle, había muchos niños que vivían allí, algunos huérfanos, todos pobres, que sobrevivían pidiendo dinero. Desde el primer momento me di cuenta de que Heintsoa era diferente, al contrario que la mayoría, era tímida, educada, inteligente, estaba aseada y vestía pulcramente, además no pedía dinero sino que vendía algo para obtenerlo. Otra cosa que me gustó fue que ofrecía las tarjetas sin insistir, sin ser pesada, y que aceptaba el rechazo de los compradores con una pequeña sonrisa en sus labios. Fui incapaz de negarme a comprarle unas cuantas.
Creo que ya desde ese primer encuentro hubo algo que a ambos nos hizo sentir una conexión especial, y con el aprecio que empecé a sentir por ella me permití aconsejarle que no debía faltar a la escuela, que si tenía que vender las tarjetas lo hiciera después de terminar las clases, tratando de hacerle tomar conciencia de lo importante que para ella era la educación. Podía parecer una tontería intentar inculcarle esto a una niña de ocho años, pero lo cierto es que Heintsoa tenía una mentalidad y una inteligencia superiores a cualquier niña de su edad. Me respondió que sí, que iría a la escuela todos los días.
Al día siguiente, cuando de nuevo vi a Heintsoa en la calle vendiendo tarjetas, me enfadé un poco con ella. Le reproché que me hubiera mentido, que no hubiera seguido mi consejo. Ella se justificó diciendo que iba a la escuela siempre que podía, pero que su mamá necesitaba dinero y ella era quien debía vender las tarjetas para poder tenerlo. Tuvimos otra conversación sobre esto, Heintsoa me habló de su familia, era la mayor de tres hermanos, vivían con su madre que no tenía trabajo. Por eso se dedicaba a bordar las tarjetas para ganar un poco de dinero, y su madre, con el trabajo de las tarjetas y cuidar de sus hermanos no tenía tiempo para salir a venderlas, de manera que eso le tocaba hacerlo a ella, aunque a ella le gustaba estudiar, dijo.
Era un problema de difícil solución, si su madre necesitaba el dinero Heintsoa seguiría saliendo a la calle para vender las tarjetas. Pensé qué podía hacer yo, en principio tuve la idea de ir a hablar con su madre para concienciarla de que permitiera ir a la escuela a su hija, lo importante que era la educación para ella y su futuro. Luego me di cuenta que para ellas lo más importante era sobrevivir y eso no habría servido de nada, tenía que buscar otra solución.
A la siguiente vez que encontré a Heintsoa en la calle vendiendo tarjetas le pedí que me llevara a su casa para conocer a su madre. Vivían en un suburbio para gente pobre en condiciones bastante limitadas, su madre era joven aunque ya tenía el aspecto de vieja. Estuvimos hablando de la situación familiar y especialmente de Heintsoa, le dije que tenía una hija inteligente y no podía desperdiciar su vida, si no estudiaba su único futuro sería malvivir. Le propuse un trato. Si Heintsoa iba a la escuela todos los días, si estudiaba y no faltaba a clase, yo le compraba todas las tarjetas que fuera capaz de hacer hasta el día de mi marcha. Ella estuvo de acuerdo, me prometió que Heintsoa iría a la escuela todos los días. Le advertí una cosa, si volvía a ver a Heintsoa en la calle vendiendo tarjetas, se rompía el trato. Además le dije que sabía a qué colegio iba y me enteraría si faltaba a clase. La madre me prometió que su hija iría a la escuela, aun así le dije que no bastaba que fuese durante las dos semanas que me quedaban de estar allí, sino que debía continuar todo el curso hasta acabar. Yo le prometí que si Heintsoa aprobaba el curso el próximo año yo le compraría muchas más tarjetas.
Para volver a ver a Heintsoa tuve que ir a su casa, allí pude supervisar cómo iban sus clases y comprobar lo feliz que era estudiando. Como premio le compré algunas cosas que necesitaba para la escuela y en el mercado de la calle compramos juntos lo que necesitaban para comer para unos días.
Mi contacto con Heintsoa no terminó cuando me fui, ella misma se encargó de escribirme una carta cuando acabó el curso para decirme que había aprobado. En el futuro continuamos teniendo el mismo trato con su madre, Heintsoa estudiaba y aprobaba el curso y yo le compraba todas las tarjetas que hubiera hecho cuando llegaba a Madagascar. Mi premio personal fue recibir cada Navidad durante varios años una tarjeta de felicitación de Heintsoa.
La leprosería
La lepra, una enfermedad maldita y estimatizante, seguía presente en Madagascar. Cuando me enteré de que en Fianarantsoa había una leprosería fui hasta allí. En realidad no se encontraba dentro de la ciudad, sino aislada a unos kilómetros. Estaba regentada por las misioneras de una orden religiosa, y al frente una hermana belga. Fue ella quien me recibió y me habló de su trabajo, de la enfermedad y de los enfermos que tenían allí. Para mi la lepra era una enfermedad desconocida, asociada a tiempos antiguos y relacionada con epidemias del pasado. Los enfermos allí estaban aislados del exterior, aunque recluidos en un edificio común, separados únicamente los hombres de las mujeres, bajo un encierro que podía durar desde varios meses a dos años hasta su sanación. Por suerte, me dijo la hermana belga entonces, en ese momento la lepra tenía curación, había dos fármacos que mezclados eran efectivos para curar la lepra, en la actualidad creo que son tres para una mayor efectividad, aunque con la curación de la enfermedad no terminaba el problema, después llegaba la marginación y la exclusión, los enfermos no podían regresar a sus lugares de origen, el hecho de haber tenido la enfermedad les hacía sufrir después su estigmatización, ocasionando el rechazo y exclusión de la sociedad, se convertían en nuevos marginados, gente apestada a quienes la sociedad no quería. Debían buscar un nuevo lugar de asentamiento donde nadie supiera que habían sufrido la lepra.
Le pregunté a la misionera si ellas no tenían miedo a contagiarse. No se sabía a ciencia cierta como se contagiaba la lepra, suponían como causa más probable al contacto prolongado entre personas, y como medio a través de una herida, en todo caso, no debía ser fácil, ella llevaba varios años allí y nunca se había contagiado ninguna hermana, claro que ellas tomaban algunas precauciones.
Después de ilustrarme sobre la enfermedad y del funcionamiento del centro para leprosos, llegaba la parte más interesante: conocer en persona a los leprosos. Le pregunté a la hermana si era posible verlos, estar y hablar con ellos. No puso ningún reparo. Es más, después de pasar al lugar donde se encontraban y mostrame algunas cosas, me dejó en libertad para que me moviera allí dentro a mi aire, observara y hablara con los enfermos.
Lo que no imaginaba y me sorprendió, fue ver niños igualmente recluidos allí, algunos muy pequeños todavía. Pensando que habían contraído la enfermedad me entró mucha pena por ellos, pero la hermana me aclaró que ellos no estaban contagiados, estaban sanos, si estaban allí era para no separarlos de sus madres. Eso me alivió un poco, pero siguió dándome mucha pena que niños tan pequeños estuvieran encerrados entre aquellos muros, sin jugar y sin posibilidades de tener una infancia feliz.
Lo que vi fue gente normal haciendo tareas cotidianas, las mujeres cocinaban su comida al fuego de leña, limpiaban su estancia y cuidaban de sus hijos, a simple vista no se veía nada en sus cuerpos que hiciera sospechar que tuvieran ninguna enfermedad. Fue una visita de observación silenciosa, ninguna de las enfermas hablaba francés, eran personas pobres sin acceso a la educación, yo también era para ellas causa de curiosidad, extrañadas de que alguien fuera a verlas. Aunque no me entendían, yo les hablaba con normalidad, aunque el verdadero lenguaje de comunicación se encontraba en las miradas y en los gestos con los que yo trataba de vincular mi solidaridad.
Cada día había sesiones de curas, las propias misioneras eran las encargadas de realizarlas en una sala para preparada para ello, allí pude ver las partes afectadas, principalmente manos y pies, con las lesiones que producía la enfermedad, y como se curaban.
La resignación silenciosa fue la actitud común entre los enfermos de lepra que conocí aquel día, condenados por una enfermedad que no terminaba con su curación, a la que sobrevenía después el padecimiento de la incomprensión y rechazo de la sociedad, más dura de soportar que la propia enfermedad.
El reclamo
Ivette era una universitaria en la capital que como la mayoría de jóvenes carecía de dinero, provenía de otra parte del país y no tenía unos padres con recursos que pagaran los gastos de la universidad o sus gastos propios, debía ingeniárselas por su cuenta para sobrevivir y seguir estudiando. A su favor tenía el hecho de ser una chica bastante atractiva, abierta, con encanto e inteligencia, de una altura que sobrepasaba la media de mujeres del país y una bella figura, atributos a los que se añadía una personalidad fuera de lo común entre las chicas de su edad.
Me atrajo desde el primer instante sin necesidad de ningún esfuerzo, no tenía nada que ver con las chicas que podía conocer en la discoteca por la noche, razón de más para aumentar su atracción. Pese a las lógicas dificultades que presentaba la vida para una chica estudiante lejos de su casa y sin apoyos económicos, su objetivo estaba centrado en los estudios y en el futuro que ellos podían proporcionarle, no recuerdo cuáles eran, pero sí recuerdo que me llevó a su universidad para conocerla y también al campus donde residía, ocupando una habitación que era un simple cuchitril con una colchoneta en el suelo para dormir, compartida con otras dos estudiantes.
Creo que en ambos se despertó un mutuo interés que ninguno pudo disimular, como en la tarde del día siguiente no tenía clase la invité a comer, así que quedamos en vernos al mediodía. Nos encontramos en el restaurante del hotel Sakamanga, un nuevo y sencillo hotel con encanto que acababan de abrir unos franceses y donde yo me quedaba, el local era acogedor, el ambiente agradable y la comida excelente. Hablamos, comimos y disfrutamos de nuestra mutua compañía compartiendo aquellos momentos, sumándole el placer del acercamiento que nos proporcionaba nuestros comunes puntos de vista y la coincidencia de nuestros deseos, momentos que yo saboreaba con mayor deleite que la comida que me había servido de excusa para encontrarnos de nuevo.
Terminada la comida le pregunté si le apetecía que subiéramos a mi habitación para descansar un rato, en lo que ella estuvo de acuerdo. Teníamos la tarde por delante y la intimidad de mi habitación era todo lo que podía desear para estar con Ivette.
La llegada a la habitación sirvió para romper la compostura que habíamos mantenido hasta entonces, de repente la confianza traspasó todas la barreras y se hizo dueña de la situación, la habitación era confortable, pero no tenía sillones o un sofá para relajarse, propuse acostarnos para descansar sobre la cama e Ivette accedió. Dijo que antes iba a pasar por el baño y yo la esperé sentado sobre la cama, cuando salió y se acercó hasta la cama se desabrochó el pantalón vaquero y directamente se lo quitó dejando al descubierto sus bonitas piernas. Yo también fui al baño y al regresar hice lo mismo, me acerqué a la cama, sobre la que ya estaba ella tumbada, y me quité el pantalón, tumbándome a su lado a continuación. Creo que en realidad ninguno de los dos pensaba en dormir la siesta, ni siquiera en descansar.
Permanecimos allí hasta las seis de la tarde, cuando ya atardecía y ella dijo que tenía que marcharse, tenía que ir a alguna parte. Nos vestimos y antes de salir le dije que la acompañaba, por el camino quedamos en vernos al día siguiente después de terminar sus clases. Luego andamos hasta la Avenida de la Independencia, la calle principal de Tana, hasta llegar a un hotel de más categoría para gente con dinero, donde se detuvo diciéndome que se quedaba allí. Me dejó un poco desconcertado, no sabía si iba al hotel o a otro lugar cerca de allí, y aún me desconcertó más al pedirme si podía darle dos mil francos malgaches para una coca cola. Me dijo que se quedaba en la terraza del hotel y necesitaba ese dinero para comprarse algo, pues no podía quedarse sentada allí sin tomar nada. Iba a preguntarle si había quedado allí con alguien, cuando comprendí. Saqué el dinero y se lo di. Nos despedimos hasta el día siguiente y seguido tomó asiento a una de las mesas.
Ivette acababa de revelarme aún sin decirlo la manera en que conseguía mantener sus estudios y su vida, una chica joven, guapa y con buen tipo, sentada sola a la mesa de una terraza al atardecer de un hotel donde los clientes solían ser clientes europeos de dinero, que a esa hora después de regresar al hotel salían a la terraza para tomar algo. Para ninguno de ellos pasaría desapercibida la presencia de Ivette.
Permiso paterno
Estaba en el mercado de Fort Dauphin, el pulso de la vida africana se encuentra siempre en los mercados, no pensaba comprar nada, sólo miraba, hablaba con la gente. Al verme interesado una mujer me preguntó si iba a comprar algo, le dije que no, me gustaría, pero no tenía donde cocinar. Le propuse un trato que a veces solía hacer con las mujeres que hacían la compra: yo le compraba la comida ese día y ella cocinaba y me invitaba a comer en su casa. Aceptó encantada. Pregunté cuántos eran, dijo que ella, su marido y cuatro hijos. Por mi parte escogí una langosta, a ella le dije que escogiera lo que quisiera comprar para hacer la comida, prefirió carne y compramos de sobra, algo más de dos kilos de cebú, y luego los complementos que irían acompañando la langosta y la carne, arroz, vegetales….todo lo que ella iba a necesitar para hacerme langosta a la criolla y para la carne de ellos. De camino a casa compré también unas cervezas, una botella de medio litro de ron, la bebida nacional en Madagascar y unas coca colas para las mujeres.
Llegamos a su casa y allí estaban todos los miembros de la familia, incluido el padre, un autónomo técnico en reparación de máquinas de escribir, que a la vez poseía dos de ellas para alquilar, y para quien no sabía escribir, también tenía el servicio de redactar a máquina cartas o cualquier tipo de documentos.
Después de las presentaciones la madre se puso manos a la obra en la cocina y yo me quedé hablando con el resto de la familia. Debió correrse la voz de que estaba allí, porque fue llegando gente, vecinos, familiares, para ver quién era yo.
Cuando estuvo lista la comida, a los seis miembros de la familia se agregaron otros tantos de los que pasaron a visitarnos. Afortunadamente yo no tuve que compartir la langosta, todos preferían comer carne. Al final, por poco más de lo que hubiera pagado por comer en un restaurante comimos trece personas, creando un ambiente de auténtica fiesta, sólo hicimos corto de cervezas, tuve que mandar a alguien para que comprara más. Pasamos un buen rato más después de la comida y antes de marcharme obtuve una cita con las dos hijas, de veinte y dieciocho años, para ir esa noche a la discoteca. Quedamos que a las diez pasaría a buscarlas por casa.
La verdad que de las dos hermanas me gustaba más la pequeña, de nombre Fara, pero si venían las dos su padre no pondría problema. Llegamos juntos, aunque desde el principio se vio claro que Fara era mi preferida. Bailamos, reímos y lo pasamos bien. El siguiente paso fue quedar a solas con Fara, la verdad que fue fácil, ella también lo estaba deseando. A la siguiente noche volvimos a la discoteca, pero esta vez Fara no regresó a dormir a su casa, la acompañé después de desayunar. Tenía algún recelo sobre cómo me iban a mirarnos después de pasar la noche con su hija, pero sólo vi sonrisas y amabilidad. Fui a despedirme de Fara, el día anterior había apalabrado alquilar la moto a un rasta para salir a hacer una ruta y ver algunas pequeñas poblaciones, pero ella pidió ir conmigo. Le dije que preguntara a su padre y él no puso el menor problema, así que fuimos los dos de ruta con una moto trail.
Al día siguiente la excursión programada fue a la bahía de Lokaro, de nuevo después de visitar a su familia por la mañana Fara me pidió ir conmigo, le dije que había que andar mucho y mi plan era llevar comida para regresar en la tarde, pues era un lugar alejado y solitario. La madre, para facilitar mi decisión, dijo que ella podía prepararnos algo de comida para llevar con nosotros, de manera que no pude negarme. El único cambio que hice en lo previsto fue que en lugar de ir a pie los doce kilómetros que había desde Fort Dauphin, alquilaría una barquita que tardaba unos veinte minutos en llegar.
Así, pasando el tiempo por el día y por la noche con Fara, llegó el día de partir en un vuelo rumbo a Manakara. El vuelo salía a loas once de la mañana, ya me había despedido de su familia el día anterior, sólo me quedaba despedirme de Fara esa mañana, pero ella quería acompañarme, estuvo pidiéndomelo durante la noche y yo rechacé la idea, no porque no deseara su compañía, sino porque representaba un alto compromiso para mi. Fara me había dicho que tenía dieciocho años, pero no me lo había demostrado con ningún documento, tenía miedo de que en realidad fuera menor y por alguna causa pudiera meterme en un lío. Pero fue tanta su insistencia, con llanto incluido, que cedí, aunque con una condición: debía tener el permiso de su padre para viajar conmigo.
Hice el equipaje y pasadas las ocho de la mañana fuimos a su casa, sin perder tiempo Fara le preguntó a su padre si podía ir conmigo de viaje a otras partes del país, para ella sería la primera vez que salía de Fort Dauphin. Su padre hizo como que meditaba la respuesta durante unos tres segundos, luego respondió que si, no había problema. Lo que más me sorprendió fue la reacción de la madre, se emocionó igual que si le hubiera tocado la lotería. Como dijimos que el vuelo salía a las once se puso de inmediato a organizar las cosas que debía llevarse su hija.
Pese a la aprobación del padre yo no estaba del todo tranquilo, no podía arriesgarme a sufrir algún problema si en el viaje le pasaba algo a ella, incluso, aunque no lo veía probable, si ella era una menor y querían denunciarme de habérmela llevado conmigo. Para cubrir mis espaldas hablé con el padre y le dije que necesitaba una autorización de él, diciendo que su hija Fara iba a viajar conmigo en distintos lugares del país, con su permiso y bajo su propia responsabilidad. El padre accedió a redactar y firmar el documento que le pedía sin ningún reparo.
Sólo quedaba ir a la oficina de Air Madagascar a comprar un vuelo para Fara, entre tanto su padre redactaba el escrito y la madre iba a comprar una pareo para el viaje de su hija.
Para cuando regresé con el billete a Manakara el padre me aguardaba con el documento, escrito a máquina y firmado, explicando al detalle la autorización que daba para que su hija viajara conmigo eximiéndome de cualquier responsabilidad. Me sorprendió lo claro y bien redactado que estaba.
Los padres, especialmente la madre, estaban emocionados con el viaje de su hija, creo que no por el viaje en sí, sino por lo que significaba, un extranjero estaba interesado en ella y eso podía significar que tal vez en el futuro llegara a formar parte de la familia.
Secretaria ocasional
Quería comprar productos de artesanía malgache para enviarlos en un contenedor a España, como no encontré una agencia que hiciera el papeleo tuve que ir a informarme en las oficinas del gobierno sobre qué cosas requería para exportar los productos que deseaba comprar y cuáles los documentos que debía presentar en los diversos ministerios, algo que se exigía estar escrito a máquina, como las facturas. Al comprar en mercados de la calle ninguno de los vendedores hacía factura, de modo que debía hacerlas yo mismo, necesitaba una persona que escribiera correctamente el francés y que tuviera una máquina de escribir para que hiciera ese trabajo por mi.
Me dirigí al periódico Midi Madagascar para colocar el anuncio de una oferta de trabajo temporal para el cual necesitaba una secretaria con pleno conocimiento del francés, que supiera escribir a máquina y, a ser posible, con experiencia en temas como el tránsito de mercancías para la exportación. En el periódico me dijeron que antes debía ir a la policía y obtener el permiso para colocar el anuncio.
Acudí a la policía y fui sometido a un pequeño interrogatorio, querían saber para qué necesitaba una secretaria, qué cometido iba a tener y en qué condiciones, incluso cuanto iba a pagar. Después de darles todas las explicaciones tuve que darles también mis datos personales, tras lo cual extendieron una autorización para llevarla al periódico.
La cita era al día siguiente de salir el anuncio en el hall del hotel donde me alojaba, el hotel Terminus, a partir de las nueve de la mañana. Lo comuniqué en recepción para solicitar el permiso de realizar allí las entrevistas y no hubo problema, me dejaron un rincón en el fondo que contaba con un sofá, dos sillones y una mesa baja.
Nunca imaginé el éxito que podía tener mi oferta de trabajo, antes de las nueve ya había chicas esperando por la entrevista. Además de sorprenderme la gran cantidad de chicas que se estaban presentando, me sorprendió también la preparación que decían tener la mayoría, se podía decir que para el trabajo a realizar todas estaban sobradamente cualificadas. Posiblemente entrevisté a más de cincuenta chicas, cuando terminé estaba completamente indeciso, había muchas aptas para el puesto. Dejé la decisión para el día siguiente
A primera hora de la mañana del día siguiente llamaron de recepción para decirme que una señorita preguntaba por mi, venía por el trabajo del anuncio. Esa chica llegaba tarde, pero, ya que estaba allí y aún seguía sin tomar una decisión, decidí bajar para verla. Después de hablar con ella se eliminaron mis dudas, resultaba la candidata perfecta, reunía todo lo que yo necesitaba y además era la más guapa de todas, reconozco que ese punto fue lo que hizo inclinar la balanza. Se llamaba Anick y tenía veintiún años.
Anick trabajaba por las mañanas en la oficina de una fábrica de chocolates, pero por las tardes estaba libre, a mi me venía perfecto, yo hacía las compras por las mañanas y por las tardes haríamos la tarea de oficina en la habitación de mi hotel, ya que disponía de una mesa escritorio. Su trabajo consistía en anotar todas mis compras, tipo de materiales y precios análogos, más o menos lo que podría servir de facturas para presentar en los distintos ministerios. Luego, después de anotar todo lo que yo le redactaba, al día siguiente ella lo pasaba a máquina de escribir, me dijo que podía hacerlo a la mañana siguiente en su oficina. El tiempo que duraría el trabajo sería el tiempo que tardara en realizar todas mis compras, entre diez y doce días. Quedamos en empezar al día siguiente, yo iniciaría mis compras por la mañana y ella vendría al hotel por la tarde.
Cuando nos vimos al día siguiente, Anick me comentó que su madre se oponía a que realizara ese trabajo, pero de todos modos ella lo iba a hacer, ante eso su madre le impuso una condición: debía estar de regreso en casa antes de las siete de la tarde, donde además vivía junto a otra hermana menor y sus abuelos. Más adelante, cuando ya tuvimos más confianza, Anick me comentó que su madre se oponía a ese trabajo porque creía que no sería algo serio, seguramente pensaba que al ser extranjero podía tener otros intereses ocultos.
Anick vivía fuera de la ciudad, en un pueblo a unos siete kilómetros, por lo que a las seis y media debíamos terminar el trabajo para que le diera tiempo a regresar a casa en un transporte público, su madre la había amenazado que si llegaba tarde no la dejaría entrar.
Reconozco que Anick me gustaba y presentía que yo también a ella, pero durante todo el tiempo que trabajamos juntos controlé mis impulsos y nos centrarnos exclusivamente en el trabajo, respetándola a ella, cosa que, trabajando en la intimidad de mi habitación no resultaba nada fácil de conseguir. Llegó el último día de trabajo y pagué a Anick en salario convenido por días, que equivalía a unas tres veces más de lo que ella ganaba en la chocolatería. Como despedida la invité a cenar y ella aceptó, fuimos al restaurante a las seis de la tarde.
Inevitablemente terminamos de cenar pasadas las siete, le dije que como era el último día de trabajo su madre no podía enojarse mucho, era nuestra despedida, tenía que comprenderlo. Serían las siete y media cuando salimos del restaurante, le dije que íbamos a tomar un taxi y la iba a acompañar hasta su casa. Cuando llegamos, completamente de noche, bajé del taxi y fui con ella hasta la puerta de su casa, con la idea de respaldarla si su madre la recibía con recriminaciones.
La calle estaba oscura y silenciosa, dentro de la casa las ventanas estaban cerradas y no se veían luces, la puerta cerrada. Anick llamó golpeando con la mano. No hubo respuesta, volvió a llamar y habló para que supieran que era ella, pero siguió sin haber respuesta. Su madre estaba cumpliendo con la amenaza, Anick llegaba tarde a casa y no tuvo ninguna compasión hacia ella dejándola en la calle.
Todo estaba oscuro, tan apenas se veía alguna pobre luz en el pueblo, quedarse sola en la calle suponía un peligro para su integridad, y con el dinero que había cobrado por el trabajo, un alto riesgo para perderlo.
El taxi seguía esperando, pasados diez minutos le dije a Anick que no podía quedarse en la calle, sola y en la noche, que viniera conmigo al hotel. Desolada por la inclemente respuesta de su madre, no le quedaba otra opción que venirse conmigo al hotel y pasar allí la noche. El severo castigo impuesto por su madre provocó justo lo que pretendía evitar.
Infancia maldita
Una de las cosas que me consternó la primera vez que llegué a Madagascar fueron la gran cantidad de niños convertidos en precoces mendigos que había en Antananarivo, la capital. Eran niños de la calle, supervivientes del abandono y la pobreza. Algunos tenían padres, también residentes en la calle sin un hogar, pero muchos de ellos eran huérfanos o niños abandonados por su madres adolescentes. Aquellos niños y niñas tenían en la calle su único medio de vida, allí tenían que aprender a sobrevivir por sus propios medios.
Así fue como conocí a Nirina, tenía nueve años, vivía en la calle y no tenía padres, o eso me dijo. Tan apenas hablaba algunas palabras de francés, lo justo para intercambiar simples preguntas y respuestas, pero desde el primer día nuestra comunicación iba más allá de lo que podían expresar las palabras. Nos hicimos amigos, aquella niña tenía algo que la diferenciaba de los demás, iba vestida con ropa vieja, andrajosa y sucia, descalza, como la mayoría de niños de la calle. Por las mañana cuidaba un bebé de pocos meses, su madre, que vendía en un puesto del mercado, le daba unas monedas a cambio de cuidarlo, pero eso le servía de muy poco, tal vez para comprarse un poco de arroz en un puesto callejero. Nunca me pidió dinero, pero el primer día que nos conocimos no pude dejarla sin darle algo, no mucho, lo justo para comprarse algo de comer.
Como Nirina vivía en la calle, principalmente en la Avenida de la Independencia, era fácil verla. Al segundo día volví a encontrarla, por curiosidad le pregunté si ya había gastado todo el dinero, ella no respondió. Tuve que volver a preguntarle, no sabía si me había entendido. Negó con la cabeza, luego me dijo que después de darle el dinero se fue de allí y al llegar a otra calle otro niño mayor que ella le quitó el dinero. Posiblemente vio que yo se lo daba y esperó a que estuvo sola para robarle. Tenía que cambiar de táctica si no quería que volviera a suceder lo mismo, decidí que para evitar lo sucedido lo mejor era comprarle comida, invitarla a comer, eso no podrían quitárselo, y fue lo que hicimos, al mediodía y por la tarde la invitaba a comer cosas que se vendían en la calle o en el mercado.
Le preguntaba por su familia, si la tenía, dónde estaban, dónde pasaba las noches, si pasaba frío en la calle, preguntas que casi nunca tenían respuesta, no sé por qué no le gustaba hablar de su vida, tuve que aceptar eso. Deseaba ayudarla pero no sabía bien cómo. Para que no pasara frío en la noche le compré una especie de sudadera, por las noches la temperatura en Tana en invierno podía bajar a los cinco o seis grados. Tampoco eso sirvió de mucho, después de ver que no lo llevaba puesto le pregunté por la sudadera, me dijo que un niño se la había robado. Tuve que admitir que las cosas materiales tampoco parecían servir de ayuda para ella, había muchos niños de la calle que vivían de pequeños robos, convirtiéndose en verdaderos rateros profesionales con artes muy perfeccionadas, sobre todo para engañar a los turistas.
Al año siguiente me hacía ilusión llevarle cosas a Nirina antes de partir para Madagascar, entre ellas le compré algo de ropa. Temía que se la volvieran a robar, y eso es lo que pensé cuando vi que no se la ponía. Al interrogarla dónde tenía la ropa me confesó que la había vendido. En principio me enfadé, luego comprendí que para ella era más importante tener dinero para comer que tener ropa, con su ropa vieja podía vivir, sin comer no.
Durante cinco años seguidos continué viendo a Nirina cada vez que iba a Madagascar, vi como iba creciendo, como se iba convirtiendo en una guapa adolescente. Ella seguía viviendo en la calle, buscándose la vida como podía, sin dejar atrás su timidez. En esos cinco años nada había cambiado, seguía condenada a la soledad, a la pobreza, a la dureza que representaba el simple hecho de subsistir, a la falta absoluta de recursos para optar a una vida digna y un futuro estable. Pese a todo nunca la escuché quejarse, había aceptado su vida miserable con la misma normalidad que admitía su vulnerable situación personal, en la que cada día era una revalida que debía superar para sobrevivir.
Después de verla durante aquellos cinco años, cuando ya había cumplido los catorce, descubrí algo me me entristeció: cuando volvimos a encontrarnos en la Avenida de la Independencia: se había quedado embarazada. Era una posibilidad que me preocupaba y sucedió. No quise preguntarle por los detalles, era fácil imaginar que el padre sería otro niño de la calle, más mayor que ella, seguramente alguno de esos chicos agresivos que se dedicaban a los robos como forma de sobrevivir.
El futuro de Nirina se veía aún más oscuro, y esta vez no sólo para ella, sino también para el ser que llevaba en su interior. Tenía que intentar ayudarla.
Conocía a una misionera de Logroño, de nombre Emilia, que tenía un centro en Tana para acoger y ayudar a jóvenes madres solteras y sin recursos, ella era la directora y el centro se ocupaba de atender a esas madres para que no terminaran abandonando en la calle a sus hijos después de dar a luz. Para que tanto ellas como sus hijos pudieran tener un futuro no sólo las ayudaban acogiéndolas en el centro, sino buscándoles un medio de vida, el más común dándoles un poco de dinero para que abrieran un puesto de venta de pequeñas cosas en el mercado o en la calle. Llevé allí a Nirina y se la presenté a Emilia con el fin de que la ayudaran. Por supuesto estuvo de acuerdo y aceptó acogerla en el centro. Ahora el problema era que Nirina aceptara quedarse allí. No estaba segura si quería estar allí, “encerrada”, yo veía en su rostro las reticencias que sentía sobre esa decisión. Emilia le mostró el centro, a las otras compañeras que convivían allí con sus niños, que hablara con ellas y le explicaran, que las viera como unas nuevas amigas con las que podría compartir su vida mientras estuviera allí.
Costó convencerla, pero finalmente accedió prometiéndole que podría salir a la calle cuando quisiera. Le faltaban unos dos meses para dar a luz, de modo que ingresó en el centro antes de que naciera el bebé. Me fui de Madagascar tranquilo, pensando que al menos Nirina tendría una vida más segura y un futuro menos incierto, aún cuando duro teniendo un bebé al que tendría que cuidar y alimentar.
Regresé al año siguiente con una nueva ilusión en perspectiva, había escrito una carta a Emilia, la misionera de Logroño, para preguntar si Nirina ya había dado a luz y saber cómo estaba. La respuesta de Emilia fue que sí, había dado a luz a una niña y las dos estaban bien. Sin embargo cuando el primer día de mi llegada fui al centro para ver a Nirina me encontré con una sorpresa inesperada: Nirina ya no estaba allí. Emilia me contó que un día salió del centro con su bebé de pocos meses y ya no volvió más por allí. Yo tampoco volví a verla más.
Paga o mátame
La Avenida de la Independencia era la calle principal de Antananarivo, la más transitada por vehículos y concurrida por la gente, la más comercial e importante en todo, allí estaba el mercado diario más grande de Antananarivo y el mercado de artesanías semanal más grande del país, reunía lo mejor y lo peor de la ciudad, porque allí mismo bajo los soportales porticados de la calle vivían los sin techo, gente pobre sin un hogar que tenía allí su lugar de residencia por las noches tendiendo cartones sobre el suelo en los que se acostaban. Yo conocía bien aquella calle, la recorría varias veces al día, allí se hallaban los principales comercios, oficinas, cafeterías, vendedores ambulantes o en pequeños puestos, allí encontraba cualquier cosa que pudiera necesitar. Entre las cosas usuales que solía ver eran niños pidiendo dinero, también adultos, pero menos frecuente. Un día vi a uno de ellos usando una táctica nada común para reclamar unas monedas, en la que se jugaba la vida.
El centro de la avenida era un amplio parterre donde un día debió ser una zona ajardinada con césped, setos, plantas y flores, aunque después con el descuido el terreno terminó siendo más ocupado por la hierba salvaje que por las plantas cultivadas. A un lado estaba la calle de un sentido, y al otro el sentido contrario, prácticamente el único lugar de la ciudad donde constantemente podían verse vehículos circulando. Un día cruzando la zona central que separaba un lado del otro de la calle vi a un hombre de piernas amputadas hasta la cadera sobre una tabla que para moverse usaba cojinetes como ruedas. Su cuerpo descansaba apoyado por el tronco sobre la tabla cuadrada igual que la escultura de un busto, se encontraba al borde de la calle y miraba a los vehículos que pasaban, en su mayoría taxis y de transporte. Pensé que estaba esperando para cruzar, pero me equivoqué, lo que hacía era esperar el vehículo adecuado para, de alguna forma, asaltarlo. De repente se impulsó con las manos en el suelo para hacer rodar la tabla con los cojinetes y lanzarse a la calle justo cuando venía un vehículo privado. No pretendía cruzar la calle, sino quedarse en medio de ella interrumpiendo el tráfico.
El coche que le venía de frente tuvo que frenar para no atropellarlo, pues el amputado no se movió un milímetro de donde estaba. El tráfico se detuvo, el conductor protestó airadamente, por poco lo atropella, cualquier pequeño despiste y lo hubiera arrollado. Empezaron a discutir entre los dos, hablaban en malgache y no lo entendía, pero sabía perfectamente lo que reclamaba cada uno: el conductor que se apartara, el amputado que le diera dinero. Se oía el claxon de varios coches con sus conductores impacientes haciéndolo sonar sin saber por qué se había detenido el tráfico. El amputado quedaba a tan escasa altura del suelo que nadie lo veía, creo que ni siquiera el conductor del primer coche debería llegar a verlo bien, sacaba la cabeza y el brazo por la ventanilla dando gritos y haciendo gestos para que el amputado se marchara de allí y lo dejara pasar, pero el amputado permanecía impasible a todo, no estaba dispuesto a moverse de allí si no conseguía lo que quería.
Después de unos breves minutos el amputado venció. El conductor salió del coche visiblemente enojado, metió la mano en su bolsillo y le dio unas monedas, el amputado las miró y replicó algo de mal humor, le había dado algo insignificante y eso no servía para hacerlo mover de allí. El conductor, después de haberse metido en el coche tuvo que volver a salir y darle un billete que le tiro al suelo. Sólo entonces decidió el amputado apartarse para dejarlo pasar.
Veía al amputado cada día varias veces, siempre se situaba en el mismo lugar desde el que saltaba a la calle de improviso delante de un coche cuando pasaba en una acción suicida. Cada vez que lo encontraba le daba un poco de dinero y hablaba con él, se llamaba Andry, me dijo que tuvo un accidente y se quedó sin piernas, y sin piernas no podía trabajar, y sin trabajo no podía comer, ni él, ni su esposa ni sus dos hijos. Si pedía en la calle la gente lo miraba como a un bicho raro, algunos hasta parecían asustarse de verlo así, otros lo ignoraban, y la mayoría pasaba de largo como si no lo vieran, sólo sacaba unas pocas monedas al día a quienes inspiraba compasión, insuficiente para poder sobrevivir. No le quedó más remedio que jugarse la vida para conseguir el suficiente dinero y poder sacar adelante a su familia, tenía treinta y cuatro años.
Me conmovía aquel hombre, a la tragedia de perder sus dos piernas siguió la tragedia de poder sobrevivir, tanto él como su familia. Yo le daba cada vez un poco de dinero, lo invitaba a comer pero eso lo rechazaba, prefería dinero para llevarlo a casa. Intentaba convencerlo para que utilizara otra táctica menos peligrosa, que dejara de jugarse la vida cada vez que se lanzaba a la calle cuando pasaba un coche, en cualquier momento lo podían atropellar y morir. Él decía que no le importaba, era la única manera de que le dieran dinero.
A veces me quedaba observando su manera de actuar y lo que pasaba cuando se lanzaba a la calle sobre la tabla de cojinetes. A los taxis, normalmente cietróenes dos caballos y renaults cuatro, los dejaba pasar, esperaba a un coche mejor, más bueno, que tuviera un conductor con apariencia de poseer dinero, para asaltarlo de improviso cortándole el paso con su cuerpo mutilado. Una de esas veces casi fue atropellado, el coche frenó a escasos veinte centímetros de él, y él ni siquiera se inmutó. Estaba claro que no tenía miedo a la muerte.
El conductor, un hombre con pinta de tener dinero, salió del coche aireado reprochándole su acción y diciéndole que se apartara de allí. Andry sólo lo miró con gesto serio y le extendió su mano en señal de pedir dinero. El conductor gruñó soltando lo que parecían maldiciones. Se enzarzaron los dos en una discusión mientras los coches que venían detrás se iban deteniendo acumulándose en la calle. Por sus gestos, el conductor no parecía dispuesto a darle dinero, más bien parecía amenazarlo, amenazarlo con seguir adelante si no se apartaba. Se metió en el coche y aceleró el coche, pero sin poner una velocidad, quizá para asustarlo, sin embargo Andry permaneció impasible. El conductor volvió a salir del coche y los dos discutieron de nuevo, a Andry no había nada que lo amedrentara o que le hiciera moverse de donde estaba si no obtenía dinero por ello.
Finalmente, soltando improperios, el conductor sacó un billete y se lo tiró al suelo de muy mal humor, pero antes de que subiera al coche Andry le reclamó más dinero si quería que se apartara de allí. El hombre metió la mano de nuevo en el bolsillo y sacó otro billete que le tiró al suelo despectivamente.
Pasado el trance, cuando Andry regresó al lugar del que se había lanzado, le pregunté qué le había dicho el conductor, por su tono de voz parecía muy enfadado. Andry lo resumió diciéndome que lo había amenazado con que si no se apartaba iba a pasar por encima de él con su coche, y él le había replicado: paga, y si no quieres pagar, entonces mátame.