No sé por qué, pero desde joven siempre me atrajo la Polinesia. El momento oportuno para visitarla llegó con el viaje a Nueva Zelanda, desde donde había un vuelo para ir a las islas Cook, en pleno Pacífico, ocupadas y anexionadas a la corona inglesa por el capitán Cook, pero anteriormente descubiertas por el marino español Quirós, quien en sus memorias de viaje relata: “Eran la gente más bella y elegante que hemos encontrado durante el viaje, especialmente las mujeres, quienes propiamente vestidas tendrían ventaja sobre nuestras mujeres españolas".
Justo aquel año celebraban el 25 aniversario de su independencia de los ingleses, aunque ahora subsistían gracias al apoyo económico de Nueva Zelanda. No era necesario un visado para entrar, pero se requería un vuelo de entrada y otro de salida. Un hecho curioso es que el gobierno mantenía restricciones para que no se propagara el turismo, como no otorgar más licencias para hoteles y limitar la entrada a un vuelo diario de capacidad media. El gobierno ejercía el control para conservar el archipiélago y sus tradiciones de forma natural.
Quería cruzar el Pacífico hasta los Estados Unidos en varias etapas. En Nueva Zelanda compré los vuelos con Hawaiian Airlines que me llevarían a Rarotonga, la isla principal de las islas Cook. Una semana después saldría para las islas Salomón, otra semana más tarde lo haría para Hawaii, y por último después de otra semana más allí lo haría para San Francisco.
Mi compañero de vuelo a Rarotonga era un fotógrafo profesional americano quien me dijo conocer la mayoría de las islas importantes del Pacífico, y para él de todas la mejor era Rarotonga, en especial por la gente. Sus habitantes eran los más sociables, amables y naturales de todo el Pacífico. Las islas Cook formaban un archipiélago de una docena de islas, Rarotonga era la principal y más habitada con unos nueve mil habitantes, el resto estaban escasamente pobladas. Los comentarios de mi compañero de vuelo elevaron mis expectativas, y lo cierto es que no me defraudaron.
Llegamos a Rarotonga pasadas las diez de la noche y el recibimiento en el aeropuerto fue genial. El paso por aduana e inmigración fue rápido y al llegar a la zona de llegadas del pequeño aeropuerto nos encontramos con una banda de música muy animada que tocaba para nosotros. Allí había también un grupo de mujeres vestidas de forma tradicional, con el torso desnudo salvo por una especie de sujetador de dos casquetes de materia vegetal, una falda de paja, un collar de flores sobre el pecho y flores prendidas en la cabeza. En las manos llevaban collares de flores con los que nos obsequiaban a los turistas colocándolos en nuestros cuellos a la vez que nos daban la bienvenida en su lengua, Kia Orana.
No había mejor manera de llegar a un país. Para ser que el gobierno no quería que se propagara el turismo, nos trataban como a reyes. Muy diferente de la entrada en Hawaii. En las películas donde salía Hawaii que veía en mi adolescencia, se observaba algo parecido con la llegada de turistas, pero allí la película había cambiado: una chica joven y atractiva vestida del modo tradicional polinesio se acercó a mí con una sonrisa y me colocó una ristra de flores en el cuello. Junto a la chica había un individuo con una cámara y la chica me preguntó si quería hacerme una foto junto a ella. Le di las gracias pero le dije que no, a continuación clausuró su sonrisa, cogió la ristra de flores que me había puesto en el cuello y se marchó en busca de otro turista.
Para ser que el gobierno no quería que se propagara el turismo, nos trataban como a reye
No recuerdo cómo contacté con la persona para reservar mi alojamiento, pero en Nueva Zelanda ya cerré mi reserva con un neozelandés que tenía una casa en Rarotonga junto a la playa y alquilaba habitaciones con derecho a cocina y una amplio comedor. En realidad era su casa de vacaciones, que cuando él no estaba la alquilaba por habitaciones a viajeros independientes.
Era una buena opción, quizá la mejor, pues los restaurantes eran simples y caros, por lo que comprar comida y cocinar era una manera de ahorrar. La casa era grande, confortable y junto al mar, a unos cinco kilómetros de Avarua, la capital de la isla. La casa ya tenía seis inquilinos, chicas y chicos, por lo que iba a estar acompañado por otros jóvenes viajeros. Con el que más amistad hice fue con un inglés peculiar. Me dijo que vivía en Tasmania, se fue a vivir allí a raíz de la explosión de la central nuclear de Chernobil. Se dio cuenta de que Europa no era un sitio seguro y huyó al lugar más alejado que encontró.
Lo primero que hice nada más levantarme a la mañana siguiente fue explorar el exterior de la casa. A un lado a poco más de cien metros teníamos la carretera que circundaba la isla y al otro lado la playa pegada a nosotros. Estábamos rodeados de vegetación tropical y no había otras viviendas a nuestro alrededor, sin duda un lugar idílico.
La primera misión fue ir a Avarua, principal ciudad de Rarotonga y capital de las islas Cook. Quería conocerla y de paso visitar un supermercado para comprar comida. Había una única carretera de 30 kilómetros que rodeaba la isla, la gente vivía en la costa a orillas del mar, mientras que el interior, montañoso y selvático, se encontraba deshabitado. Fui caminando los cinco kilómetros que había hasta la ciudad, pues no existía transporte público. Entonces aún no sabía que haciendo autoestop sólo había que esperar el tiempo que tardaba en pasar el primer coche. Para la vuelta alquilé una bicicleta.
Ya que tenía un transporte, ese día mi primer objetivo fue dar la vuelta a la isla. Al día siguiente devolví la bicicleta y decidí explorar el interior, encontré un chico de unos trece años que dijo podía guiarme y partí con él desde Avarua, en una mañana ascendimos el pico de la Aguja, situado en el centro. Terminamos de cruzar la isla y me di un baño en una piscina natural bajo una pequeña cascada. No llevamos comida, pero el chico, que llevaba un machete, partió un par de cocos para tomarnos su agua y comernos la pulpa.
No llevamos comida, pero el chico, que llevaba un machete, partió un par de cocos para tomarnos su agua y comernos la pulpa.
Después de mis primeros dos días en Rarotonga ya me había percatado de algunos hechos invariables que formaban parte de la tradición en la isla, como la tranquilidad en la manera de vivir, de hecho la prisa o la urgencia no existían o carecían de sentido. Por otra parte, el mal humor era un componente desconocido en la actitud de la gente, los problemas parecían ser una circunstancia desconocida por todos, ni siquiera algo tan tradicionalmente común como el trabajo parecía existir allí.
La gente aparentaba hallarse en un estado permanente de vacaciones sin otras obligaciones que disfrutar con tranquilidad del inmenso jardín paradisiaco con vistas al mar donde vivían. Lo cierto es que viviendo rodeados de una vegetación exuberante en un clima suavemente cálido, era comprensible que floreciera la pereza con la misma facilidad que brotaban las abundantes flores y árboles florales con los que se perfumaba el viento. Lo difícil era no contagiarse de aquel dulce e imperturbable modo de vida.
Al tercer día comenzaba la fiesta nacional y las celebraciones en conmemoración del 25 aniversario de la independencia. A Rarotonga había llegado gente de las islas restantes para participar en las celebraciones, básicamente competiciones de danza. Cada isla aportaba su grupo de baile y música, por el día salían a bailar en una especie de cabalgata entre carrozas florales, damas de honor en representación de las islas y músicos, donde también había introducidas algunas reivindicaciones contra las pruebas de armas nucleares en el Pacífico.
Después de ver las actuaciones y bailes en la calle era el momento de conocer personalmente las tradiciones con los propios integrantes de los grupos de música y de baile. Con el inglés conocimos a un chico y una chica de la vecina isla de Atiu, quienes formaban parte del grupo de baile que representaba a su isla, nos hicimos amigos y no sólo compartíamos el tiempo terminada su representación durante el día, sino que también acudíamos a verlos actuar por las tardes en un recinto donde participaban todos los grupos compitiendo por ser los ganadores de ese año. Más aun, después de terminar las actuaciones, ya de noche, íbamos con ellos al local habilitado para pernoctar todos los grupos, en el que dormían alrededor de unas doscientas cincuenta personas sobre colchonetas en el suelo, con una cocina comunitaria donde cada grupo se cocinaba su propia comida. Cuando nos marchábamos de allí, muchos ya hacía rato que dormían en sus colchonetas. Sin embargo a nadie parecía molestarle nuestra presencia.
Por supuesto tener una playa a escasos metros de la casa donde vivíamos, una playa tropical de arena blanca y aguas transparentes, era una maravilla para nosotros de la que podíamos disfrutar en exclusividad, aunque a mí me bastaban un par de horas al día, dado que en Avarua estaban en las celebraciones de la independencia eso atraía más mi atención.
Todo el mundo debía estar despejado y en buenas condiciones para no faltar a la misa
Por la noche los inquilinos de la casa donde me hospedaba solíamos quedar en un restaurante para cenar y luego nos íbamos al Banana Court, un local con música y buen ambiente donde nos tomábamos unos tragos. Algunos nos quedábamos después en la única discoteca de la ciudad, que cerraba a las cuatro de la madrugada. Para regresar a casa siempre había alguien que amablemente se ofrecía a llevarnos.
El sábado, al ser fin de semana, nos quedamos todo el grupo en la discoteca, esperando que al ser fin de semana el ambiente sería mayor. Y así fue, la discoteca se llenó de locales, gente joven, chicos y chicas. Nuestra decepción llegó a las doce de la noche. A esa hora cesó la música, se encendieron las luces y apareció la policía para cerrar la discoteca. Nos preguntamos qué habría pasado. Pero no pasaba nada, no había ningún borracho, ninguna pelea o altercado. Le gente empezó a salir, aquello era muy extraño y preguntamos por qué se paraba la música, por qué se iba la gente. El camarero dijo que la discoteca los sábados cerraba a las doce de la noche, de modo que a esa hora había que abandonarla y marcharse, si estaba la policía era para ayudar a los indecisos.
Los extranjeros fuimos los últimos en abandonarla, incrédulos de que justo el sábado la discoteca se cerrara a las doce, más cuando durante la semana se cerraba a las cuatro de la mañana. La policía tuvo que insistirnos para que nos fuéramos. Una vez en el exterior hablamos con otros clientes locales en nuestra misma situación. Alguien nos explicó la razón de la salida forzosa: la discoteca debía cerrarse por orden del gobierno porque al día siguiente era domingo y había misa a las doce del mediodía. Todo el mundo debía estar despejado y en buenas condiciones para no faltar a ella.
Una persona nos explicó que allí la misa del domingo era algo sagrado para todos, el acontecimiento semanal más importante, incluso nos recomendó ir a verla. Después de conversar un rato en al calle tuvimos que regresar, no había ya nada abierto. Pensábamos hacerlo a pie por la carretera, pero la persona con la que hablamos nos ofreció llevarnos en su coche, incluso como éramos muchos nuestro amable amigo buscó a otra persona que tuviera coche para poder llevarnos a todos.
No parecía una misa, sino un espectáculo musical con mucho ritmo, muchas voces al unísono y mucha energía en la actuación
Para el domingo ya habían terminado las celebraciones por la independencia y casi todo estaba cerrado. Era un buen día para destinarlo a la playa, y eso es lo que hicieron mis compañeros. Yo sin embargo decidí ir a Avarua para asistir a la misa, tenía curiosidad por descubrir qué tenía de especial.
Cuando llegué la iglesia ya estaba toda llena, con suerte pude encontrar un sitio de pie al fondo. Lo primero que llamó mi atención fue lo elegantes que estaban todos los asistentes, parecía que se encontraban con sus mejores galas. Lo mejor de la misa surgió al poco de iniciarse. Ya me había dado cuenta de que sobre el altar a un lado del sacerdote había unos músicos y sus instrumentos. Cuando empezaron a tocar encontré la respuesta a mi curiosidad, la misa no era hablada, sino cantada, tanto por el sacerdote como por los feligreses al completo. Desde el principio fue todo un espectáculo, algo único. No parecía una misa, sino un espectáculo musical con mucho ritmo, muchas voces al unísono y mucha energía en la actuación, resultaba muy armonioso y melódico, con una enorme belleza coral en las voces. Fue una misa inolvidable. Creo que si así fueran en España iría a misa más a menudo.
Antes de llegar a Rarotonga pensé que una semana quizá serían demasiados días para una isla tan pequeña, que llegaría a aburrirme. Sin embargo cuanto terminó la semana sólo tenía deseos de continuar allí. La gente me había contagiado su despreocupado modo de vida, su tranquilidad para absorber el tiempo sin mirar las horas, su predisposición a encontrar la felicidad en las pequeñas cosas.
Rarotonga, julio de 1990