Estaba en Dungu, República del Congo. Esa mañana me levanté al amanecer con el propósito de ir hasta el campo de refugiados sudaneses, a quince kilómetros de distancia. No existían medios de transporte para ir hasta allí, de modo que tendría que ir a pie, por lo que debía aprovechar el frescor de primera hora de la mañana. Antes de partir le pedí a la dueña del bar-discoteca que había junto donde pasé la noche, que me hirviera agua para meterla en mi cantimplora y llevarla en el camino. De desayuno, nada. No podía perder el tiempo en busca de un desayuno, si me retrasaba luego sufriría más el calor. Ya encontraría algo que comer cuando regresara por la tarde.
El camino era el mismo que conducía a Bamucandi cuando el día anterior fui a ver al misionero de Jaca, el que no tuvo el detalle de invitarme a algo de comer o quedarme allí cuando me encontraba completamente exhausto. Me habían comentado que no era un camino seguro, en él los militares habían cometido execrables abusos, era lo único que me preocupaba, pero no quedaba otra opción. Conmigo sólo llevaba la cámara, de modo que con esa ligereza de equipaje me hacía sentir optimista para afrontar la larga distancia del camino y el calor extremo que haría a partir de media mañana. Quizá no había calculado que a los quince kilómetros de ida quedarían otros tantos de vuelta, con una temperatura rondando los cuarenta grados y sin una sombra para refugiarme del sol.
Antes de dejar Dungu ya me topé con un par de militares, su visión era presagio de problemas, de manera que me preparé. Se detuvieron delante de mi clavándome la mirada, esperando que yo me parase también, pero alcé la mano a modo de saludo y les di los buenos días sin detenerme. Me devolvieron el saludo y seguido me preguntaron si tenía pasaporte. Entregarles el pasaporte significaba quedar en sus manos para ser sometido a la extorsión, algo que no era exclusivo del Congo, sino de muchos países africanos. Sin pararme les dije: sí, sí, lo tengo. Levantando la mano de nuevo hice un gesto de despedida deseándoles buen día. Tuve suerte, porque se quedaron allí plantados si saber qué hacer, mientras yo me alejaba con naturalidad sin mirar atrás.
A los cinco kilómetros pasé por delante de la misión del misionero español, pero vista la acogida del día anterior no tenía deseos de volver a verlo, de modo que continué. A medida que progresaba la vegetación escaseaba, no había plantaciones sino maleza, arbustos, acacias y otros árboles dispersos, poco a poco el terreno iba resultando más árido. En el paisaje no existía nada de interés que observar, además desde Bamucandi ya no había otras poblaciones.
A falta de unos tres kilómetros vi que llegaba alguien por detrás en una bicicleta. En broma, al pasar por mi lado se me ocurrió sacar la mano para hacer auto-stop. El chico que iba en ella se detuvo. Más como saludo que como pretensión de que me llevara, le pregunté si iba al campo de refugiados. Me dijo que sí y me indicó que podía subirme al portabultos. Ya que me lo ofrecía, acepté el viaje. En camino le pregunté para qué iba allí, su respuesta me sorprendió: “Voy a comprar un saco de arroz”. Resultaba extraño que fuera desde Dungu, una ciudad, a comprar arroz a un campo de refugiados, eso era como el mundo al revés. El chico, que tendría unos veinte años, me dijo que su madre tenía una tienda y era para vender allí el arroz. Había dos cosas que no me encajaban, una que Jaab, el amigo holandés donde me quedé al llegar al Congo, me había comentado que los refugiados últimamente sólo recibían alubias, maíz y aceite de colza, y la otra que los comerciantes de Dungu tuvieran que abastecerse en un campo de refugiados. Cuando el chico me explicó la razón aún me quedé más perplejo: los refugiados habían comprado todo el arroz del almacén de Dungu y ahora lo revendían ellos. Que los refugiados sudaneses estuvieran vendiendo arroz a la población congoleña de Dungu me parecía inaudito e incomprensible, pero más tarde iría atando cabos.
El campo estaba dividido en tres grandes asentamientos, con un total de 55.000 refugiados, en teoría. Me quedé en el mismo al que se dirigía el chico, el principal de los tres, y allí nos despedimos, empezando por mi cuenta la exploración. A primera vista el campo daba la impresión de ser una población africana cualquiera. Lo vi muy diferente a los campos de refugiados mozambiqueños de Malawi. Para empezar a la entrada tenía un mercado y chozas donde se vendían algunas cosas, no era mucho lo que había a la venta ni tampoco eran cosas de valor, pero el hecho de existir un comercio visible dentro del campo ya lo hacía anormal, incluso hasta había puestos donde se podía tomar té o comer alguna cosa. Más allá de esto, los reflejos con una población normal estaban en la escuela, en la iglesia o la mezquita, en el hospital, atendido por Médicos sin Fronteras, con las escenas cotidianas de cualquier otro lugar, como mujeres machacando el maíz para convertirlo en harina, lavando cacharros, bañando a sus hijos, hombres en la construcción de alguna choza, si bien la actividad en general era muy escasa. La principal actividad en el campo era comer lo que se podía, básicamente un puñado de maíz al día, y esperar que pasara el tiempo.
Que los refugiados sudaneses estuvieran vendiendo arroz a la población congoleña de Dungu me parecía inaudito e incomprensible, pero más tarde iría atando cabos.
A diferencia de otros campos vi que aquí disponían de más espacio, las chozas donde vivían hechas por los mismos refugiados estaban dispersas en el terreno y tenían cierto encanto, hechas de palos y un tejado cónico de palma que casi llegaba hasta el suelo, con una puerta baja arqueada, casi parecían casitas de cuento. Daban la sensación de estar bien organizados y en mejores condiciones que en otros campos, aunque no les estaba permitido trabajar o cultivar.
Los sudaneses eran reservados, pero una vez que vencían la timidez hablaba con ellos, sobre todo les preguntaba por las condiciones de vida que tenían en el campo, cuánto tiempo llevaban allí y qué esperanzas tenían de volver de nuevo a su país. Los sudaneses no hablan francés, sino inglés, de modo que era en este idioma como me entendía con ellos. Como solía suceder siempre era más fácil entablar conversación con las mujeres. Los hombres, quizá tomándome por alguien de Naciones Unidas que iba a inspeccionar algo, venían a mi a quejarse de su situación, de las cosas que les hacían falta, sobre todo de comida, quejándose de que recibían poca y siempre era la misma, incluso me mostraban lo que recibían como ración diaria colocándola sobre las palmas de sus manos, insuficiente e invariable: maíz para hacer harina, alubias y aceite, una dieta reducida en cantidad y en valor. Necesitaban comer otras cosas, pedían carne.
Escuchándolos hablar sobre la escasez de comida, no me encajaba que los refugiados estuvieran vendiendo arroz a la población de Dungu, ¿qué explicación podía tener eso? La lista de solicitudes continuaba, las mujeres pedían enseres para hacer la comida, utensilios para elaborar cosas, la mayoría había abandonado su país con lo puesto, llegando al campo sin absolutamente nada. Los hombres también me pedían herramientas para hacer las chozas, otros para poder dedicarse a sus oficios y así quizá poder obtener algún trabajo. Aunque no les estaba permitido, otros pedían el permiso a las autoridades congoleñas para trabajar, y algunos se quejaron de la policía, se lamentaban de tener miedo para ir a Dungu porque en el camino la policía los asaltaba para robarles, y si no era la policía eran los militares. Esto podía parecer una incongruencia sin sentido, pero lo cierto es que en aquella época militares y policías eran los mayores y más peligrosos delincuentes del país. Cuando les reiteraba que yo no podía hacer nada, me pedían entonces que diera a conocer ese problema para cortar el abuso de las autoridades congoleñas, pensando que a mi me escucharían. No me extrañaba que policías o militares asaltaran a la gente, eso era de todos conocido allí, pero que asaltaran a refugiados, ¿qué sentido tenía?, ¿quizá porque intuían que si iban a Dungu era porque querían comprar allí alguna cosa?
Todo transcurría por cauces normales hasta que llegué a un mercadillo. La verdad que no era gran cosa, unos simples puestos con mostradores de troncos y techo de palma donde se vendían telas, utensilios y comida. Lo que llamó más mi atención fueron las bicicletas que vi aparcadas allí, eso podía significar dos cosas: que los refugiados tuvieran bicis para desplazarse o que pertenecieran a congoleños que hubieran ido a comprar algo allí. De hecho vi un par de ellas cargadas de cosas. Aprovechando que había un chiringuito donde servían té entré para tomar uno y descansar. Mientras tomaba el té sentado en un rústico banco observaba el mercadillo del campo, entonces me di cuenta que había un grupo de hombres observándome a mí, nada fuera de lo normal, ver un blanco en aquel lugar debía resultarles curioso, aunque, fijándome detenidamente, me di cuenta de que ya los había visto antes en otra parte del campo, ¿me habían seguido hasta allí?. Tampoco eso parecía extraño, si tenían curiosidad y nada que hacer… Los niños solían hacerlo, a veces me seguían impulsados por su curiosidad, sobre todo donde los blancos éramos una especie rara. Pero esos hombres… percibí que si estaban allí no lo hacían movidos por su curiosidad, en sus miradas no vi nada amistoso.
Esos hombres… percibí que si estaban allí no lo hacían movidos por su curiosidad, en sus miradas no vi nada amistoso
Mi cámara fue el interruptor que accionó la cólera de aquella gente, al sacarla y hacer una foto desde donde estaba sentado tomando el té, de repente dos energúmenos aparecieron delante de mí y empezaron a increparme con una enconada actitud, señalándome con el dedo a la vez que proferían una sarta de amenazas contra mí con los dientes apretados, no entendía que una simple foto los pusiera tan furiosos, más cuando ni siquiera se la había hecho a ellos. Guardé la cámara e hice un gesto con mis manos en señal de calma intentando apaciguar sus ánimos mientras les dije algo tratando de justificarme, sólo era una simple foto. Su respuesta fue tajante: ¡No fotos!
Me tomé un par de tés más, los vasos eran pequeños, y salí del chiringuito. Noté que a mi alrededor flotaba la crispación. No tardé en comprobarlo, al poco se acercó a mi un grupo de hombres y uno de ellos se erigió en portavoz para preguntarme si tenía permiso para hacer fotos. Respondí si era que estaba prohibido hacer fotos allí, a lo que él replicó que si no tenía permiso no podía hacer fotos.
Cuando entré al Congo desde Uganda la policía también me prohibió hacer fotos, resultaba paradójico que policía y refugiados estuvieran de acuerdo en prohibirme la misma cosa. Como creía estar en un lugar público le dije que no necesitaba ningún permiso para hacer fotos. Al hombre no le gustó mi respuesta, su rostro hablaba por él, mencionando que me encontraba en un terreno privado y ordenándome a continuación que le diera mi cámara. La llevaba dentro de la funda, colgada al hombro por una correa que me cruzaba el pecho Al escucharlo, lo que hice fue agarrarla fuerte, ni por asomo pensaba darle la cámara. Me justifiqué diciéndole que no creía que hubiera nada malo por haber hecho una foto allí. Él contestó que había hecho más fotos del mercado y también había hecho fotos por el campo. Esa revelación significaba que me habían estado espiando.
Alegué que las fotos que había hecho a la gente habían sido con su consentimiento, aunque creo que la gente no era el problema para el hombre que me interpelaba. Me preguntó si era periodista. Me hizo gracia que me preguntara lo mismo que me preguntaron en la aduana al ver que llevaba una cámara de fotos, parecía ser que a ambos, aún sin tener nada en común, no les gustaban ni fotógrafos ni periodistas. Lo negué, pero no debieron creerme.
De repente me di cuenta que habían ido cerrando el círculo en torno a mí y me encontraba rodeado.
Decidieron dejar las palabras y pasar a la acción intentando arrebatarme la cámara por la fuerza
Volvió a pedirme la cámara y yo reiteré mi negativa. A partir de ese momento decidieron dejar las palabras y pasar a la acción intentando arrebatarme la cámara por la fuerza. Mi reacción fue protegerla con una mano sujetándola de los tirones que me daban y colocar el otro brazo de escudo para protegerme a mí mismo, serían unas doce o catorce personas y estaban muy furiosos.
Recibía tirones de un lado, empujones del otro, zarandeos de todas partes, manotazos por todo el cuerpo, los tenía a todos encima de mí igual que a una jauría de perros rabiosos. No entendía aquella violencia por tomar unas fotos.
Intentaba protegerme, defenderme, pero me vi completamente envuelto y absorbido entre aquel grupo de gente encolerizada, estaba a su entera voluntad. Llegué a perder la visión de lo que me rodeaba, sólo veía cuerpos y manos pegados a mí, voces y gritos excitados queriendo cobrarse venganza. Como arrastrado por un torbellino, entre empujones y tirones me llevaron a unos treinta metros de donde había empezado la disputa, pero yo seguía sin soltar la cámara, y esa resistencia aún los enfurecía más.
Casi sin darme cuenta me había visto rodeado y sometido por aquella turba de gente que pedía mi cámara, no por su valor, sino por el contenido de su interior: las fotos. No me habían dado tiempo a analizar la situación, de un momento al otro había pasado de la tranquilidad a verme acosado y amenazado, del peligro potencial al peligro real. Aquel problema me había llegado de improviso, de forma inesperada, sin tiempo para reaccionar. Aquellos tipos habían emergido delante de mi igual que una pesadilla, y tal como sucede en un mal sueño, uno no entiende lo que está pasando ni por qué, sólo siente la angustia de estar viviendo una situación terrible mientras la impotencia anula toda su capacidad para resolver la dificultad por la que está pasando.
No tuve tiempo para calcular si era un movimiento sensato o irracional, simplemente había optado por resistir, impulsado a esa determinación en un acto espontáneo, sin saber si sería acertada o equivocada hasta que hubiera salido del peligro o hubiera sucumbido en él.
Habían pasado a otro nivel de amenazas, parecía que mi resistencia los había enloquecido, en ese momento sí que fui consciente de lo que podía pasarme. Sentí miedo.
La situación se agravó. En vista de que no conseguían doblegarme algunos empezaron a coger lo que tenían a mano, uno un gran destornillador, otro un martillo, son los que más recuerdo porque fueron los que vi más cerca de mí. El que agarraba el destornillador lo puso en mi barriga y el que empuñaba el martillo lo levantaba amenazador contra mi cabeza. Habían pasado a otro nivel de amenazas, parecía que mi resistencia los había enloquecido, en ese momento sí que fui consciente de lo que podía pasarme. Sentí miedo.
Quienes estaban encima de mí tenían las venas del cuello inflamadas y los ojos inyectados en sangre. Dejé de forcejear y gritar frenando mi resistencia. Desde el primer momento de la revuelta no había dejado de moverme y gritar, seguramente esperando que alguien lo oyera y acudiera en mi ayuda. Creo que eso finalmente fue lo que me sacó del apuro.
El tipo que tenía el destornillador puesto en mi barriga preguntó desafiante si iba a darles el rollo de fotos. Pagar con mi vida por un simple rollo de fotos hubiera sido un precio demasiado caro, empecé a estar dispuesto a ceder, o por lo menos a negociar, ya que ellos habían rebajado su pretensión, ahora ya no me pedían la cámara, sino el rollo de fotos. Cuando ya estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer, apareció mi salvación en silla de ruedas.
Un hombre joven en sillas de ruedas, también refugiado, llegó hasta nosotros gritando repetidamente la palabra :¡stop! Se abrió paso con su silla y se metió en medio, lo primero que hizo fue dirigirse en su lengua en un tono de reproche a quienes me amenazaban mientras bajaba con su propia mano las herramientas que alzaban contra mí. Entonces me di cuenta qdeue otros también portaban otras contundentes herramientas. Actuó con energía tratando de apaciguarlos y lo consiguió. Por lo que fuera a aquel hombre lo respetaban, quizá porque era una persona más instruida y con mayor personalidad. Después de calmar los ánimos les pidió que le contaran lo ocurrido, y luego escuchó mi versión. Ellos seguían diciéndole cosas, supongo que acusándome de algo. Cuando terminó de escucharnos a ambas partes, me preguntó si era periodista, seguramente era lo que le habían dicho, yo volví a negarlo y él entonces me preguntó por qué hacía fotos. Tuve que explicarle que era un simple turista y si hacía fotos era porque siempre las hacía de los lugares que visitaba para guardarlas como recuerdo. Mi versión no pareció convencer a nadie y siguieron pidiéndome las fotos. La persona con discapacidad me preguntó si tenía un permiso por escrito del Acnur para hacer fotos allí. Como no lo tenía, se sirvió de esa razón para pedirme también el rollo fotográfico, diciéndome que era lo mejor para evitar problemas, aquella gente estaba muy enfadada conmigo.
Cuando ya estaba dispuesto a dar mi brazo a torcer, apareció mi salvación en silla de ruedas
El hombre de la silla de ruedas parecía tener cierta autoridad, al menos consiguió calmarlos y a él lo escuchaban, aunque ambas partes seguimos manteniendo nuestras posiciones, ellos pidiéndome el rollo de fotos y yo negándome a dárselo. Al final el hombre de la silla me propuso unas condiciones para poder conservar mis fotos y yo acepté, después se ocupó de convencer a los demás para que aceptaran también. La primera de esas condiciones era mostrarles mi pasaporte para anotar mis datos, cuando se lo mostré al hombre de la silla, el que me amenazaba con el destornillador intentó cogerlo, pero no lo dejé, mi condición era que podían mirar el pasaporte y anotar mi nombre, pero no tocarlo. Como no tenían papel ni nada para escribir, tuve que dejarles yo mismo el papel y un bolígrafo para que el hombre de la silla escribiera mis datos. La segunda condición era que no debía hacer más fotos, les dije que bien, de acuerdo. La tercera que no se me ocurriera publicar esas fotos en mi país, les volví a decir que bien, no había problema, las fotos sólo las quería para mí. Adicionalmente me repitieron que no salieran en ningún periódico o revista, porque si eso ocurría ellos se enterarían y vería lo que me sucedería. Parecía que me estaban amenazando, no sé con que poder y por qué razón, me preguntaba por qué temían que publicara las fotos, yo sólo había hecho fotos a la gente con la que había hablado. La última de las condiciones que me imponían era marcharme de allí. Sólo había estado en el asentamiento principal, pero era suficiente, no me importaba tener que marcharme. Para que cumpliera la obligación de abandonar el campo y no hacer más fotos, me pusieron dos fornidos escoltas.
De camino a la salida pasamos delante de otro sitio que hacían té y les dije que iba a tomar uno. Me tomé varios tés, pues el agua de la cantimplora se había acabado y necesitaba hidratarme, por delante tenía otros quince kilómetros hasta Dungu y en la peor hora del día, con un calor que abrasaba. Llegados a la carretera caminaron junto a mí unos minutos, después continué yo sólo, aunque ellos se quedaron vigilando, no fuera a dar media vuelta y regresar otra vez.
El camino fue duro, no había ni una sombra junto al camino donde cobijarme y descansar, chorreaba sudor por cada poro de mi piel. Con el calor y el sudor llegó la sed y la sensación de ahogo, tenía la boca seca y los ojos vidriosos, empañados por el sudor que manaba de mi frente de forma continua. Además andaba con el temor a que aparecieran militares y me asaltaran, me encontraba en el sitio perfecto, sin testigos alrededor. Luego me di cuenta de que cayendo el sol como plomo derretido los militares estarían tumbados durmiendo bajo alguna sombra.
A los diez kilómetros llegué a Bamucandi, estaba siendo una caminata demoledora, llevaba la última media hora pensando en llegar a la misión, necesitaba agua, mucha agua, estaba completamente deshidratado. La misión se encontraba cerca de la carretera, al llegar a su altura me desvié hacia ella, pero no tomé el camino de la misión de los hombres, sino de las mujeres. Al llamar en la puerta me abrió la hermana Ángela, una misionera italiana encantadora. Después de saludarla le pedí agua y ella me hizo pasar dentro llevándome al comedor, me ordenó sentarme a una mesa y al instante llegó con una jarra de agua deliciosamente fresca. A continuación me preguntó si había comido, le dije que no y sin más preguntas se fue a la cocina a buscar comida para mí. En los tres minutos que tardó en llegar con un plato de arroz con lentejas yo ya me había bebido la jarra entera de agua. Depositó el plato en la mesa y me dijo: ahora come.
Al llamar en la puerta me abrió la hermana Ángela, una misionera italiana encantadora
Se lo agradecí profundamente. Dijo que siempre hacían comida de sobra y luego la guardaban. Cuando terminé con las lentejas sacó otro plato de pollo guisado acompañado de una ensalada, y para terminar trajo una cesta con frutas para que escogiera las que más me gustaran. Me confesó que tenían un terreno que utilizaban como huerto y una pequeña granja con animales que les proporcionaba carne. Para finalizar aquella comida excelente, también me hizo un café. Ni en sueños me hubiera imaginado que ese día iba a tener la comida más apreciada de mi vida.
Como le dije que venía del campo de refugiados y le conté lo que me había pasado con ellos, nuestra conversación giró en torno a ese tema, ella conocía muy bien la situación, en la misión fueron los primeros en recibir y ayudar a los refugiados, mucho antes de que llegara Naciones Unidas, y me desveló la razón por la que habían sido tan agresivos conmigo pidiéndome la cámara primero y el rollo de las fotos después. Según dijo, entre los refugiados se había infiltrado una banda de mafiosos y delincuentes que dominaban el campo, y me explicó la forma en que lo habían hecho. Naciones Unidas registraba a todos los refugiados que iban llegando, de eso se encargaba un oficial militar congoleño, por supuesto el registro no conllevaba ningún pago. Sin embargo el militar corrupto les exigía un dólar por cada uno que quisiera registrarse. Entonces llegaron los mafiosos y empezaron a comprar registros que rellenaban con nombres falsos. Si en el campo constaban 55.000 refugiados, al menos veinte mil eran falsos, no existían. De este modo cada vez que llegaba comida al campo lo hacía con 20.000 raciones extra, de las cuales se apropiaban directamente los mafiosos, que luego en parte vendían en Dungu, pero sobre todo en Isiro, una ciudad más grande. Eso significaba un negocio para ellos con el que ganaban mucho dinero. Luego, al verme a mí, un blanco husmeando con una cámara haciendo fotos, pensaron que debía ser un periodista que se había enterado de sus chanchullos. Si eso se llegaba a conocer su negocio se terminaba, por lo que no deseaban que nadie lo pusiera en peligro.
En la misión sabían lo que ocurría en el campo con la llegada de mafiosos y delincuentes para hacerse con el control de la comida con el sencillo acto de comprar miles de hojas de registro, pero no lo denunciaban al Acnur, el Alto Comisariado de Naciones Unidas para Refugiados, porque si lo hacían y se descubría lo que pasaba en el campo posiblemente los refugiados se quedarían sin ayuda. De manera que callaban permitiendo que los mafiosos se aprovecharan para no perjudicar a los verdaderos refugiados.
Congo, abril de 1992