Después de conocer Ghana decidí proseguir una ruta por los países del Golfo de Guinea, desde Acra hasta Lagos en Nigeria, hay una carretera que va pegada a la costa que une los cuatro países que pretendía visitar. Después de Ghana el siguiente era Togo, de modo que paré en Lomé, su capital.
El primer contacto con la ciudad fue su gran paseo marítimo de varios kilómetros, con palmeras alineadas a lo largo de todo el paseo, una extensa y magnífica playa desierta, una imagen de postal, aunque al mirar hacia el interior se podía observar un contraste notorio donde la imagen dejaba de ser idílica para convertirse en paupérrima.
Frente al mar sólo se veían casas viejas de paredes desconchadas, cables voladizos enmarañando el cielo, cobertizos hechos con maderas y techos de hojalata oxidada que servían de rústicos puesto de venta de cualquier cosa, por no mencionar los bordillos que separaban la carretera de la acera, donde se acumulaba una hilera interminable de plásticos y basura.
Por otra parte, los grandes carteles plantados sobre la playa o el paseo marítimo tampoco hablaban muy positivamente de los ciudadanos, eran del estilo de una foto de una señora sosteniendo un papel que decía: “Yo pago mis impuestos, ¿y usted?”, u otro gran cartel con el dibujo de una persona defecando en la playa y dos rayas rojas cruzando el dibujo. En muchos lugares de África era corriente que en poblaciones a orillas del mar la gente utilizara la playa como un gran retrete al aire libre. La verdad que nada de lo que veía en Lomé me sorprendía.
Supuse que no debía estar bien de la cabeza, pero estaba poniendo a prueba mi paciencia
Después de buscar un hotel salí al encuentro de la ciudad, a media tarde me topé con un individuo cuando deambulaba por el centro, quien desde que me vio se pegó, literalmente, a mi. Esto sí que era nuevo, el tipo no decía nada, sólo seguía mis pasos a escasos centímetros de mi, incluso rozándose conmigo, lo que se dice un acérrimo marcaje. Me encaré con él, le dije que se largara, que me dejara en paz, le dije de todo para quitármelo de encima, pero nada, permanecía impasible haciendo oídos sordos. No sabía qué pretendía, no parecía violento o agresivo, supuse que no debía estar bien de la cabeza, pero estaba poniendo a prueba mi paciencia. Probé a darle un poco de dinero a ver si así se marchaba, lo cogió y siguió pegado a mi igual que antes, todos mis intentos resultaban inútiles.
Como último recurso para perderlo de vista decidí regresar al hotel, sobre el paseo marítimo a un kilómetro de donde estaba. A esas horas el paseo de la playa se encontraba bastante concurrido de gente paseando. Allí hubo chicos que al darse cuenta del seguimiento al que estaba siendo sometido intentaron ayudarme persuadiendo a mi pegadizo compañero para que dejara de seguirme y se alejara de mí, pero no surtió ningún efecto. Otro buen hombre, creyendo que con dinero se arreglaría el asunto le dio unas monedas para que se largara de allí. Sin embargo el tipo las cogió y no se movió un centímetro de mi lado. La cosa empezó a captar más curiosos.
Apareció otro dispuesto a finalizar lo que se estaba convirtiendo en un tormento para mí, interponiéndose entre el tipo que me seguía y yo. Le puso las manos en el pecho para detenerlo, le habló en tono amenazador, pero en cuanto empecé a caminar para alejarme mi perseguidor se escabulló y se pegó a mi de nuevo. El hombre que pretendía disuadirlo de que me siguiera lo agarró de un brazo, pero el tipo logró zafarse de nuevo, eso enfadó a mi protector y le dio un golpe fuerte en el pecho con el puño cerrado, con eso hubiera podido tumbar a cualquiera. Sin embargo mi perseguidor seguía en pie y sin tambalearse. Volvió a darle otro fuerte puñetazo y aún así el tipo no dejaba su intención de seguirme. Tuve que pararme porque no dejaba su intención de seguirme en cuanto empezaba a andar sin importarle los golpes que recibiera.
Cada vez se acercaban más curiosos. Nunca me había visto en una situación así, perseguido sin saber por qué y sin mediar palabra por un tipo irreductible pese a los esfuerzos de todos. La gente le decía cosas para que depusiera su actitud, pero nada servía, hasta que por fin llegó uno con la solución definitiva, apartando a los demás como diciendo: ¡dejádmelo a mi! Se colocó detrás del tipo y rodeándolo fuerte con sus brazos lo inmovilizó. Ahora vete, rápido -me dijo-, que yo lo tengo sujeto.
Fue la única manera de desprenderme de aquel tipo loco y llegar solo al hotel. Me quedé allí hasta que empezó a oscurecer, me habían advertido que no caminara por la noche en el paseo marítimo, era peligroso, debía pues salir a cenar temprano. Nada más traspasar la puerta del hotel y salir a la calle me llevé una sorpresa: justo al lado de la puerta estaba el tipo que había estado siguiéndome. No lo podía creer, otra vez. Tuve que resignarme y aceptarlo, sabía que no tenía nada que hacer para apartarlo de mi, me lo tomé por la parte positiva, el tipo era más alto y aparentaba ser fuerte, si caminaba a mi lado de noche tal vez podía servirme como guardaespaldas para disuadir a cualquiera que intentara atracarme.
Por suerte en los días siguientes ya no lo volví a ver y pude dedicarme a recorrer Lomé con entera tranquilidad. Lomé no se diferenciaba mucho de otras ciudades africanas, aunque se notaba una mayor pobreza, el deterioro de las calles, edificios e infraestructuras estaba directamente conectado con la situación del país. La pobreza general visible en casi todo, expresaba por si misma la básica economía de subsistencia de sus ciudadanos, conseguir dinero para sobrevivir un día más. Algo que sí vi diferente en Lomé fu su mercado de fetiches, puestos donde se vendía exclusivamente un variado tipo de fetiches y amuletos, junto con Nigeria y Benín, Togo era uno de los países donde residía el origen de la magia negra y el vudú.
La exposición de objetos para esa práctica o como uso de amuletos era amplia y extravagante, incluso en muchos casos repulsivo. Uno de los fetiches más comunes eran las cabezas de animales, y a veces animales enteros, había para todos los gustos, cabezas de caballo, antílope, monos, perros, pájaros, gatos, ratas, lagartos, la mayoría con un aspecto repugnante. Naturalmente cada puesto tenía también sus muñecos fetiche de madera, supuse que para hacer vudú. Cada uno de estos tenderetes donde se exponía el género tenía detrás un cobertizo en el que estaba el vendedor, quien se suponía era también el brujo o chamán encargado de realizar la ceremonia para que los fetiches obraran su poder, pues por si mismos carecían de efecto. Dependiendo de lo que uno deseara o la necesidad que tuviese, se haría un ritual u otro y se utilizaría la cabeza de un animal u otro.
Él me aconsejaba la cosita de madera, que después de haberle hecho el ritual para infundirle algunas propiedades maravillosas, me protegería contra la mala suerte y la desgracia
En uno de esos puestos, en lo que sería las trastienda, estuve hablando con uno de esos maestros del vudú o brujos, quien me aseguró que con sus conocimientos y poder podía ayudarme a resolver cualquier problema que tuviera. Preparó un pequeño altar con dos fetiches de vudú, extendiendo una tela blanca sobre la que después depositó algunos objetos, insistiendo en que pidiera lo que necesitara y él me ayudaría. Yo era un escéptico, pero claro, no podía decírselo directamente no fuera a darse por ofendido, la superstición no formaba parte en ninguna de mis creencias, de manera que simplemente le agradecí su interés por mi y le dije que en realidad no necesitaba nada.
Aquel hombre parecía empeñado en sacar algo de mí, como último intento me sugirió darme un pequeño objeto que tenía allí como amuleto, era una cosa muy pequeña tallada en madera para colgar al cuello o llevar en el bolsillo, o si lo prefería tenía otras variedades, como algo hecho de conchitas o el fruto seco de un árbol. Él me aconsejaba la cosita de madera, que después de haberle hecho el ritual para infundirle algunas propiedades maravillosas, me protegería contra la mala suerte y la desgracia. Se lo agradecí de nuevo, pero le dije que no podía aceptarlo porque para eso ya tenía algo procedente de mi religión y si lo tomaba podía crear un conflicto de intereses entre los dos. De todos modos, para que no se quedara descontento con mi visita, le retribuí el tiempo que me dedicó con un poco de dinero, en el fondo era lo que le interesaba.
Después de tres días en Lomé partí con destino a la ciudad de Cotonou, en Benin. No lejos del mercado se encontraba la estación de minibuses y taxis colectivos de nueve plazas. La hora de salida de los transportes en África es relativa, pues no salen hasta que están todas las plazas vendidas. Tuve que esperar hasta que se ocuparon las nueve plazas, aun así eso tampoco significa que se vaya a salir de inmediato, mientras los pasajeros esperan sentados en sus puestos continúa el proceso, el encargado de recaudar el dinero se lo da al dueño del coche, luego éste reparte algunas comisiones, al que consigue pasajeros, al que prepara el vehículo y mira que esté en condiciones de circular, luego le paga al chófer y le da dinero para sus gastos, echar gasolina y pagar sobornos a la policía. Durante este proceso hablan, discuten, gesticulan, en un ritual que no parece tener fin, hasta que el chofer sube al vehículo y arranca el motor. La prisa es un concepto desconocido en África.
La prisa es un concepto desconocido en África
Después de haber agotado la última gota de paciencia del día, partimos, por delante unas tres horas de viaje. La carretera discurría a lo largo del litoral del Golfo de Guinea, en gran parte con vistas al mar, la carretera de asfalto estaba salpicada de baches, lo que implicaba circular a una velocidad reducida. En compensación teníamos un hermoso panorama a nuestros lados compuesto por un armonioso paisaje tropical y playas salvajes. Todo fue bien hasta la entrada a la ciudad de Aneho, junto a la frontera con Benin, donde nos detuvo un control de carretera de la policía, algo habitual en la mayoría de países africanos, a los policías que los realizan les suponen una sustanciosa paga extra para sus bolsillos.
El chófer paró el coche y apagó el motor, yo iba sentado delante junto a él y vi que antes de que llegara el policía sacó la documentación del vehículo y, entre medias, colocó dos billetes. El policía saludó al llegar a la altura de la ventanilla y extendió la mano a través de ella para recoger la documentación, todos sabían el procedimiento habitual y las palabras no eran necesarias.
El policía, un hombre alto y obeso, se fue hacia atrás y observó los papeles que le había entregado el chofer, a continuación empezó a dar una vuelta alrededor del coche en silencio y con mucha calma, deteniéndose en algunos puntos para mirar con atención como escudriñando algo que pudiera estar defectuoso y con ello justificar alguna sanción, hasta que llegó al punto inicial, la ventanilla del conductor. Se agachó para mirar al conductor y con un gesto de la mano le indicó que saliera del coche. La actitud del policía no pintaba nada bien, se avecinaba un problema.
Se fueron los dos a la parte de atrás, yo giré la cabeza para observar discretamente. Estábamos aparcados en la carretera, el tráfico era casi inexistente, por lo que eso no representaba mucho problema. Me fijé que el otro compañero del policía mandó parar a otro vehículo que acababa de llegar para someterlo igualmente a una nueva comprobación del vehículo y sus documentos. Entretanto el policía que estaba con nosotros empezó a discutir con el conductor, en realidad el policía le estaba echando una bronca y el conductor respondía con ademanes como intentando justificarse de algo. Pensé que en el coche había algo que estaba mal y el policía lo recriminaba por eso, todo parecía indicar que al chófer le iba a caer una sanción, quien por su parte, aunque no podía entender lo que decían, parecía alegar algo para evitar la sanción o rebajar su precio, ante lo que el policía no sólo se mantenía inflexible, sino que utilizaba un alto tono que sonaba amenaza.
Por comentar la situación, pregunté a los otros pasajeros qué pasaba, cuál era el problema. Una mujer me respondió: quiere más dinero.
Pregunté a los otros pasajeros qué pasaba, cuál era el problema. Una mujer me respondió: quiere más dinero
Era lo que presentía, al policía no le parecía suficiente los dos billetes que el chófer había puesto entre la documentación. Instantes después el chófer volvió a entrar en el coche, abrió la guantera, sacó un sobre y levantó la solapa, vi que contenía dinero. Antes de volver a salir del coche con el sobre de dinero para dárselo al policía, uno de los pasajeros habló con el chófer interesándose por la situación, luego le pregunté yo para saber qué le había dicho. Por lo visto algún papel no estaba en regla y el policía no había aceptado el dinero que inicialmente le había sido ofrecido, exigiendo una cantidad mucho mayor para solucionar el problema. Cuando me dijeron a cuánto ascendía su petición me di cuenta de que teníamos un problema que no iba a ser fácil solucionar: había solicitado una cantidad igual al coste del viaje que habíamos pagado los nueve pasajeros que íbamos en el coche.
El dinero recaudado estaba en Lomé, en las manos del dueño del vehículo, de manera que el chófer sólo disponía del dinero para los gastos del viaje, como gasolina, comida y alojamiento en Cotonou, que debía ser inferior a la demanda del policía. Después de rechazar el dinero que había en el sobre, el policía rompió la negociación y de repente se vino hacia nosotros con paso decidido, entró en el coche, cerró la puerta de un portazo y arrancó el motor. Pensé que lo iba a aparcar en algún lugar fuera de la carretera, pero no fue así, siguió hacia adelante dando algunos trompicones de conductor inexperto. Parecía ser que el policía estaba confiscando el coche, y no sólo a él, sino también a los pasajeros que íbamos dentro.
Le pregunté en francés, idioma que debía conocer, adónde nos llevaba, pero no obtuve respuesta, ni siquiera me miró. Viendo lo mal que conducía le pregunté si tenía carnet de conducir, a lo que tampoco respondió. Era la primera vez que veía a un policía tomando el coche de un taxista llevándoselo con los pasajeros dentro, todo indicaba que el conductor al no hacer frente al pago requerido por el policía éste le estaba requisando el vehículo, incluida la mercancía que llevaba, en este caso seres humanos.
Como iba sentado delante junto al policía, podía mirarle al tiempo que le preguntaba, porque seguí preguntándole algunas cosas, sobre todo me interesaba saber adónde íbamos, por qué se llevaba el coche con nosotros dentro, si nos estaba utilizando como rehenes, porque lo que estaba haciendo era secuestrar a los pasajeros… Sin embargo el policía que antes parecía un deslenguado con nuestro chófer ahora no despegaba los labios, en ningún momento se dio por aludido, al final llegué a preguntarme si sería porque no hablaba francés. En cualquier caso le pedí acompañando con gestos que fuese más despacio y con más cuidado, su forma de conducir transmitía intranquilidad.
Pregunté a los otros pasajeros qué pasaba, cuál era el problema. Una mujer me respondió: quiere más dinero
Después de unos tres o cuatro kilómetros tomó un desvío sin asfaltar hasta que llegamos a un descampado sin nada alrededor salvo árboles y maleza, paró el motor y se quedó con las llaves, marchándose de allí sin pronunciar palabra, igual que si no hubiéramos existido. Al momento apareció casualmente un muchacho en motocicleta, el policía se subió en la moto detrás de él y desaparecieron de nuestra vista, quedándonos los pasajeros en la soledad de aquel descampado.
Me encontraba en un coche confiscado sin saber dónde estaba ni por cuanto tiempo, lo único que sabía era por qué. Aun así era inaudito que la policía de Togo para cobrar una sanción requisara un vehículo con sus ocupantes dentro llevándolos a un lugar alejado y desconocido, hasta que, se suponía, fuese efectuado el pago.
Giré la cabeza hacia atrás para dirigirme a mis compañeros de viaje para preguntarles cosas como qué pasaba a partir de ese momento, cuánto tiempo tendríamos que estar allí, a qué hora íbamos a llegar a Cotonou, si es que llegábamos. Una mujer me contestó con resignación: “No te inquietes, ya se arreglará”.
Todos salimos del coche con la nada a nuestro alrededor, hablando con mis compañeros descubrí que ninguno de ellos era togolés y que cuatro de ellos estaban en un viaje de varias etapas que habían emprendido en Sierra Leona con destino a Sudáfrica, prácticamente cruzando casi todo el continente para emigrar a ese país. Pasaba el tiempo y allí no aparecía nadie, varias veces estuve tentado de andar hasta la carretera y una vez allí parar algún vehículo para ir hasta Aneho o ir a pie si no estaba muy lejos para cruzar la frontera e intentar tomar un transporte después hasta Cotonou. Si no lo hice fue porque los demás pasajeros me convencieron para que no me fuera: “Espera, ya verás como se arreglará” -me decían
Dos horas y media más tarde apreció el muchacho de la moto, esta vez llevando detrás a nuestro chófer. Eso dejaba claro que el chico formaba parte como colaborador de la operación policial para cobrar el dinero que demandaban. El chófer llegaba con los papeles y las llaves del coche, lo cual significaba que al final había cumplido con las exigencias del policía mediante lo que parecía un chantaje en toda regla.
El chófer nos contó que tuvo que llamar a su jefe en Lomé para explicarle la situación, después él le envió el dinero para la policía con el chófer de otro taxi colectivo que también hacía la misma ruta. De esta manera pudimos proseguir viaje, tal como decían mis compañeros. Finalmente el asunto se había arreglado, razón suficiente para sonreír olvidándose del tiempo perdido, en el fondo en África dos horas y media de retraso no son nada.
Togo, año 2004