Me quedaba ya poco tiempo en Venezuela, debía coger un vuelo en Caracas para ir a San Cristóbal, y desde allí cruzar por tierra a Cúcuta, Colombia. En el camino decidí parar en Maracay, aunque no era esta ciudad la que me interesaba, sino Choroní, en la costa. Había oído que era uno de los lugares más bonitos de la costa venezolana y quería descubrirlo.
Me levanté temprano para tomar un viejo autobús y con él atravesar la montaña por una carretera que zigzagueaba como una serpiente endiablada entre exuberante vegetación y acantilados, lo que suponía un adelanto de la belleza extraordinaria que me aguardaba. La distancia no era mucha, sólo 50 kilómetros, pero con la dificultad de la carretera tardamos dos horas en llegar.
Choroní se encontraba en el fondo de la montaña mirando al mar, con su bahía resguardada por cerros arbolados y rocosos. Nada más descender del autobús me dirigí hasta ella para gozar de sus espléndidas vistas. Me quedé abstraído viendo cómo el viento doblaba la copa de los árboles y hacía que las olas rompieran contra las rocas de manera salvaje, observando cómo el agua brava y espumosa de las olas llegaba a morir a mis pies sobre la playa pedregosa. En una esquina, protegido del viento y las fuertes olas, se encontraba el puerto, coincidiendo con la desembocadura del río. Caminé hasta allí para ver cómo los barcos que acababan de llegar con sus capturas descargaban el pescado y lo cargaban en carros o vehículos para llevarlo directamente al mercado. El colorido de las embarcaciones flotando en el agua verde esmeralda añadía un complemento más en aquella pictórica escena de postal.
Ascendí por una senda que llevaba a lo alto del cerro detrás del puerto, subiéndome a unos riscos con el fin de obtener una buena vista. Después de hacer unas fotos descendí a un punto más llano y estable, de repente me di cuenta de que no estaba solo. Al lado se encontraba una niña sentada en el suelo, sujetando en una mano una botella de pepsi-cola y un pescado en la otra. Nos miramos en silencio, le sonreí y ella me devolvió la sonrisa. El viento agitaba su cabello negro y largo, me miraba con ojos curiosos arrugando el entrecejo porque el sol le daba en la cara, le pregunté si había pescado ella aquel pez, a lo que ella respondió que se lo habían dado los pescadores.
-Ven, siéntate aquí -me dijo a continuación señalando un sitio a su lado-, se puede ver toda la bahía.
Así fue como conocí a Carmen, como un ángel caído del cielo.
Mientras contemplábamos juntos la bahía empezó a darme los nombres de las cosas y los lugares que se veían desde allí, la ternura de su voz y su natural forma de expresarse eran como un hechizo penetrando en mis oídos.
Carmen tenía diez años, poseía la inocencia propia de su edad y la naturaleza con la que se expresan los niños, y al mismo tiempo la madurez y sabiduría de una persona que hubiera vivido cien años. Desde un principio, parecía saberlo todo.
-¿Por qué no estás en la escuela? -le pregunté.
-La profesora está enferma y no quiere que le pongan una sustituta -respondió.
Dudé que fuera cierto, pero eso me hizo ver que Carmen tenía respuesta para todo. Desde el primer instante me di cuenta de que manejaba la habilidad para improvisar rápido. Dominar la situación debía ser otra de sus especialidades, pues de inmediato se puso a hacer planes para los dos.
-Si quieres vamos a mi casa -dijo-, allí viven mi mamá y mis dos hermanos, también tenemos cinco perros y muchos pájaros. Yo le daré el pescado a mi mamá y después podemos irnos a la playa, más tarde te enseñaré Choroní.
Carmen acababa de hacerse dueña de mis deseos. Me llevó hasta su casa, donde fuimos recibidos por los perros, uno chiquito y cuatro dóbermans.
-Entra tranquilo -me dijo cogiéndome de la mano-, estando conmigo no te harán nada.
Luego me presentó a su familia, a los perros, a los guacamayos y a los periquitos. La casa era grande y extraña, con un patio enorme lleno de plantas y gran desorden, pero acogedora. Al rato, Carmen volvió a disponer.
-Voy a ponerme el bañador, tu pasa a ese cuarto y ponte el tuyo.
Sus sugerencias eran órdenes que yo obedecía sin el menor reparo. Antes de salir le pregunté por su padre, era el único al que no había mencionado.
-Él no vive con nosotras -respondió.
-Entonces tu mamá tendrá que trabajar -dije.
-No, a mi mamá le gusta ser ama de casa, a mí sin embargo me gusta trabajar fuera.
-Pero, ¿cómo vas a trabajar fuera si sólo tienes diez años? -aludí sorprendido.
Habíamos regresado de nuevo a la calle cuando nos cruzamos con alguien que le preguntó algo.
-Carmen, ¿ya vendiste las arepas?.
-No, hoy no hizo mi tía -respondió ella.
Acababa de enterarme de que uno de sus trabajos consistía en vender arepas, una especie de pan en forma de torta redonda hecho con harina de maíz. Al preguntarle por sus trabajos me informó de que también ayudaba a los pescadores y reparaba cauchos. Al decirle que ese era un trabajo para hombres mayores, ella contestó que sabía hacerlo muy bien, dándome una explicación de cómo reparaba la rueda pinchada de un coche.
Nos dirigimos a Playa Grande andando por el ardiente asfalto de la calle y Carmen sólo llevaba puesto su bañador.
-¿No te quemas los pies? -le pregunté.
-No, aunque el suelo esté muy caliente, el suelo es como si estuviera frío. A veces -dijo después de una pausa-, voy a correr descalza, me va bien para tener los pies fuertes.
-¿Para qué quieres tener los pies fuertes? -pregunté.
-Porque hago judo. Y tú, ¿qué deporte haces?
Teníamos cerca de dos kilómetros para ir a la playa, de manera que por el camino fuimos hablando, Carmen me comentaba lo conveniente que era para mí que hiciera deporte. Al llegar encontramos unos pequeños puestos donde vendían cosas para los turistas, bisutería, conchas y cosas hechas a mano.
-Señor, ¿se puede tocar? -preguntó Carmen amablemente al dueño de un puesto.
Vi que le gustaba un colgante con un diente de tiburón y una piedra turquesa, el más bonito de todos. Pregunté cuánto costaba y el dueño respondió que 1.600 bolívares. Me quedé dudando, parecía algo caro.
-Mejor no me lo compres -dijo Carmen mirándome a los ojos adivinando mi pensamiento. Seguido me cogió de la mano y tiró de mi hacia la playa.
Playa Grande era la playa más bonita que yo había visto en Venezuela, que junto a Carmen, se convertía en un lugar mágico, con su espontánea naturalidad estaba siendo el eje donde giraban todos mis sentidos.
Escogimos un sitio en la arena para dejar mis cosas y de inmediato nos metimos al agua. Mi mochila quedó solitaria con el pasaporte dentro, algo de dinero y la cámara de fotos. Me inquietaba dejarla sola mientras nosotros estábamos en el agua. Al darse cuenta de eso, Carmen se encargó de barrer mi preocupación.
-No te preocupes, aunque la dejaras allí todo el día, allí la tendrías. En Choroní no hay ladrones.
Era extraño, no sé por qué razón con ella me sentía tranquilo, aparentaba tanta seguridad en todo lo que decía que convencía a la primera palabra.
Las olas venían bravas, de modo que dejarse llevar por ellas o nadar en su contra resultaba muy divertido.
-¡Mira, mira! -me decía agitada por la emoción-, cuando venga la ola nos tiramos de espaldas.
Otras veces me decía que aguantara la ola y nos dejáramos empujar por ella flotando como un tronco, permitiendo que las olas nos impactaran y nos revolcaran con fuerza impulsándonos hasta la orilla.
Una de las veces, después de ser arrastrados hacia fuera, exhaustos después de luchar contra las olas, descansando arrodillados en uno frente al otro sobre la arena húmeda, de improviso se quitó un colgante que llevaba puesto.
-Toma, para que te acuerdes de mí -dijo colocándolo en mi cuello.
Aquel acto impulsivo, tan sencillo pero tan hermoso, me dejó sin palabras.
-Es una virgencita -dijo cuando lo miraba tratando de averiguar qué era.
El colgante era extremadamente simple, un hilo negro y un pequeño escapulario en forma de lágrima.
Se hizo la hora de comer y, al preguntarle, Carmen me dijo que tenía hambre, de manera que salimos del agua, nos secamos con el sol y fuimos a comer. Acudimos al restaurante de la playa, las mesas se encontraban al aire libre, al igual que algunos pescados allí expuestos. El hombre que lo atendía nos fue diciendo los precios que tenía cada pescado, parecían un poco caros, pero le pregunté a Carmen cuál quería.
-¿Sabes qué?, no me gusta el pescado. Vamos a otro restaurante.
De camino a Choroní me confesó que si le gustaba el pescado, pero seguramente al ser extranjero me habían pedido un precio más alto de lo debido. Sólo lo dijo para que yo no me gastara tanto.
Preocupándose por mi economía y por que nadie se lucrara conmigo, Carmen me demostraba no sólo su sincera amistad, sino otras cosas como su honestidad, astucia y sentido común, virtudes difíciles de encontrar incluso en una persona adulta.
Una vez llegamos al pueblo me llevó a un restaurante común, nos sentamos y esperamos a que llegara el dueño, quien se encontraba en la cocina, éramos los únicos clientes.
-¡Niñogrande! -exclamó con fuerza Carmen llamando al dueño.
Al poco, un hombre de unos cincuenta años, alto y fuerte, apareció tras una cortina.
-Dime, mi amor.
Dejé que Carmen pidiera para los dos lo que ella quisiera. Un bistec con patatas y una ensalada fue su petición para cada uno. Me extrañó del trato que Carmen le daba a aquel hombre llamándolo niñogrande, siendo un hombre fuerte, serio, correcto y amable.
-¿Por qué lo llamas así? -le pregunté.
-Todo el mundo lo llama así -respondió como si fuera algo natural.
-Pero él es una persona mayor y tú una niña, se puede enfadar si tú también lo llamas así.
-No, no se enfada. Si lo llaman así -dijo-, es porque aunque sea muy grande se comporta como un niño.
El simple argumento de Carmen parecía irrebatible y, después de todo, si niñogrande no se ofendía, ¿qué podía decir yo? Terminamos de comer y ella sólo se comió la ensalada y las patatas, sin embargo el enorme filete de carne tan apenas lo había probado. Le preguntó a niñogrande si podía envolverlo para llevárselo, y él respondió con idéntica dulzura.
-¿Cómo no, mi amor?
Al salir a la calle la temperatura era excesivamente alta, le pregunté si le apetecía un helado. Al llegar la heladería se encontraba cerrada, de modo que entonces fuimos a una tienda y allí le compré un zumo de caja y una bolsa de patatas fritas. Los guardó sin abrir, por tanto sin probarlos. Al llegar a su casa comprendí, el zumo, las patatas y el filete de carne del restaurante, eran para su mamá y sus hermanos.
Una vez entregados los alimentos regresamos a la calle de nuevo, a mí me apetecía tomar un café. Carmen me llevó a una especie de tienda-bar, pedí el café y Carmen se pidió un zumo. Cuando me trajeron el café Carmen me preguntó si quería galletas, respondí que no, pero ella insistió aconsejándome que con el café eran buenas. Entonces comprendí y pedí un paquete de las galletas que le gustaban, como en el restaurante no se había comido la carne para llevársela a su madre, se quedó con hambre.
En nuestro siguiente paseo nos encontramos a unos chicos de su edad, quizá un poco mayores que ella. Uno de ellos, el más atrevido, le dijo a Carmen:
-¡Chao, mi amor!
Ella se detuvo, se giró hacia él y, visiblemente ofendida, le dijo algo que le cerró la boca cortándole la sonrisa que tenía, después continuamos nuestro camino. Sorprendido por su carácter, le pregunte por qué le había le respondido de aquella manera, si allí todo el mundo decía mi amor.
-Porque él no es mi amigo y me tiene que guardar respeto, por eso no le permito que me diga mi amor.
Estaba muy claro, sólo yo era el único que no había entendido la diferencia en la intención al decirlo. Sin embargo, esa implacable dureza fue sustituida de inmediato por una ternura y generosidad admirables acto seguido al encontrarnos con otros tres chicos, esta vez de su misma edad o ligeramente más pequeños, sentados en la pilastra de un puente. Con un gesto de timidez, uno de ellos le pidió de su zumo.
Toma -dijo ella extendiendo su brazo-, acábatelo.
Ascendimos por la orilla del río buscando el frescor de la sombra de los árboles y el agua, nos remojamos los pies y luego, antes de regresar, nos sentándonos sobre unas piedras junto al río para descansar un poco. Desde allí escuchamos las bocinas de algunos coches. Carmen estiró el cuello notando que algo pasaba. Se levantó y subió a la carretera, yo la seguí. Por el centro de la carretera iba una mujer joven, sin apartarse aunque los coches la pitaran. Carmen se acercó, habló con ella y cogiéndola por la cintura la llevó a un lado de la carretera. Continuó caminando a su lado, acompañándola y hablándole, mientras yo seguía a las dos en silencio. A la entrada del pueblo la dejó y Carmen regresó conmigo, entonces me explicó.
-¿Sabes?, la pobre está loca. Su marido se le llevó al hijo y desde ese momento se volvió loca. Entonces perdió el trabajo y la casa. Nadie le habla. Yo creo que anda por el medio de la carretera porque quiere que la atropellen.
Carmen volvía a dejarme sin palabras, había en ella tanto amor y comprensión, unos sentimientos tan puros y grandes, que me desconcertaban en una niña de su edad.
Carmen era una niña, se expresaba con la ternura y naturalidad de los niños, pero actuaba con el sentido común y la responsabilidad de un adulto, incluso por encima de ellos, si tenemos en cuenta que ningún otro se preocupó por aquella desgraciada chica salvo ella.
A medida que fue transcurriendo el día fui dándome cuenta del aprecio que la gente sentía por ella cuando nos cruzábamos o hablábamos con unos y otros, todo el mundo parecía conocerla y quererla, quedando patente el cariño y respeto que sentían todos hacia ella.
Le pregunté por sus amigos o amigas, con su carisma la imaginaba el centro de atención entre ellos, con los vecinos, en la escuela, si es que realmente iba, o allí donde se encontrara.
-Sí, tengo muchos amigos -dijo-, pero tú eres el mejor.
Incluso halagando, no tenía comparación.
-No puedo creerte -le respondí.
-Es verdad, tú eres mi mejor amigo.
-Eso no es posible, nos hemos conocido hoy mismo.
-No importa.
-Estoy seguro que tienes mejores amigos que yo.
-Bueno -dijo ella como conclusión-, hasta hoy nunca le había regalado a nadie mi virgencita.
Verdaderamente, Carmen era un ser especial, para todo tenía las palabras justas con las que envolverte en su carisma, ¿de dónde sacaba ese talento y sensibilidad esa niña?. Me había ganado por completo.
-Te voy a enseñar una casa muy bonita -dijo a continuación mientras yo intentaba entender aquella personalidad arrolladora.
-Mira -dijo cuando llegamos, haciendo un movimiento circular con la vista-, ¿te gusta?.
Sin tener tiempo a darle una respuesta, al ver una señora que debía ser empleada de la casa, le dijo que le hiciera el favor de llamar a Roll.
Roll era un alemán que debía estar en los cincuenta y tantos, dueño de la casa. Al parecer, él y Carmen eran buenos amigos, cosa que no me extrañaba. Nos presentó y después de hablar un poco con él nos marchamos. Cuando ya caminábamos solos le pregunté por Roll.
-Es un buen hombre, hace su vida y es bien respetado por todos. En cambio Kenia, su mujer, no es de fiar.
-¿Por que lo dices? -le pregunté.
-Querría que Roll se gastara todo el dinero para ella.
-¿Kenia es venezolana?.
-Sí.
-¿Y por qué no te fías de ella?
-Cuando vengo siempre la veo quejarse, le molesta que Roll no tenga toda la atención para ella.
-Será que tiene celos de ti -le dije yo.
-Kenia es egoísta.
Para confirmarme lo que decía me dio un ejemplo.
-Mira, Roll nos había invitado a una amiga y a mí a comer en un restaurante, cuando le preguntaba a Kenia para ir siempre ponía inconvenientes. Como Roll se dio cuenta de ue en realidad no quería que se gastara el dinero con nosotras, al fin dijo Roll un día: pues vamos hoy. Y además nos llevó al mejor restaurante de Choroní. Cenando, Kenia solo hacía que quejarse de todo, hasta que Roll le dijo: por favor, salte de la mesa, que quiero comer en paz.
-Y Kenia, ¿cuántos años tiene? -pregunté.
-Unos veinticinco
Carmen hizo una pausa y luego añadió:
-Si es que a Kenia no le para Roll, le paran los reales de Roll.
Parecía evidente que Carmen había perdido la inocencia demasiado pronto, pero no era del todo cierto, Carmen lo tenía todo, lo normal y lo extraordinario. Quizá lo que la distinguía de las niñas de su edad es que nadie alcanzaba a ser tan excepcional como ella. Tenía la exclusiva virtud de ser niña cuando estaba con niños y de ser adulta cuando estaba con adultos. Su edad aún era demasiado corta como para poder ocultar las reacciones espontáneas que albergaba su incipiente juventud.
Regresamos al río que pasaba cerca de su casa, empeñada en que debía bañarme para quitarme la sal del mar. En un remanso del río se encontraban otros niños, incluidos su hermana y su hermano, más pequeños. En el río y junto a los otros niños hizo que Carmen volviera a ser la niña que su edad reflejaba, mezclándose y jugando con los demás, llamando continuamente mi atención para que viera cómo se lanzaba al agua desde lo alto de una roca dando una voltereta en el aire o sumergiéndose para que viera cuánto era capaz de aguantar la respiración. Por supuesto no podía evitar ser quien llevara la voz cantante del grupo, a uno lo llamaba animal porque se tiraba a lo bestia donde había niños pequeños, a otro gordito lo llamaba albóndiga con patas, a su hermana de cinco años la enseñaba a nadar, a mí me empujaba al agua si me veía fuera de ella. No paraba de gritar y reír.
Antes de partir en la tarde de regreso a Maracay fuimos a una tienda para comprar refrescos y golosinas para ella y sus hermanos.
-Para mamá deberíamos llevar algo también -me sugirió Carmen.
-Sí, por supuesto -dije yo-, ¿qué le llevamos, otro refresco?
-No, creo que mi madre preferirá que le llevemos pan.
Carmen no dejaba de demostrarme la sutileza que usaba para pedirme algunas cosas, su extraordinario sentido común y la grandeza de su corazón.
Llegó la hora de salida del autobús y Carmen me preguntó por qué no me quedaba.
-Tengo que volver a Maracay, tengo mi hotel allí. Además, ya casi no me queda dinero -le respondí.
-Mejor -contestó ella-, así te quedas en mi casa.
-De verdad, no puedo.
-Entonces, ¿cuándo volverás?
-Me gustaría volver, pero aún no sé cuando.
-Yo te esperaré -fue su respuesta.
-En realidad, no estoy del todo seguro de que pueda volver.
-Yo te esperaré -repitió sin apartar su mirada de mis ojos.
-Es que aunque pueda volver, no creo que sea antes de un año.
-Yo te esperaré.
Hablaba con tanta firmeza que no dejaba duda de lo que decía. Su espontánea sinceridad me emocionaba. La enorme dicha de haber conocido a Carmen ahora aumentaba la tristeza al tener que marcharme.
Antes de subir al autobús le di los últimos bolívares que me quedaban para que se comprara el colgante de diente de tiburón con turquesa que le había gustado. Para que te acuerdes de mí, le dije.
-Yo no te voy a olvidar -respondió convencida, consiguiendo arrancarme la promesa de que volvería a Choroní.
Para aliviar con una sonrisa la pena de nuestra despedida, incluso supo hacer una broma.
-Pero cuando vuelvas -dijo-, no te traigas más de diez mil bolívares, que te los gastas.
Nos despedimos a la entrada del autobús, yo con la vista y el espíritu pegados al suelo, mientras ella seguía siendo la dueña de las palabras más bonitas y de mi corazón.
-Esta noche soñaré que viajamos juntos en el mar y luchamos juntos contra los piratas -dijo con su voz cálida y esponjosa,
Cuando estuve en mi asiento del autobús saqué la cabeza por la ventana. Carmen se hallaba justo debajo, nos miramos emitiendo una sonrisa forzada y, cuando el autobús se puso en marcha para partir, nos cogimos de la mano, entonces ella dijo algo que aún resuena en mis oídos:
-Ya te estoy extrañando.
Venezuela, año 1995